El Lejano Oriente siempre tendrá para nosotros el atractivo de lo desemejante. Además nos ofrece la oportunidad de intuir qué habría sido de nosotros de no haber florecido Atenas, ni triunfado el Imperio romano, ni, sobre todo, nacido Cristo. Y aunque prefiero y agradezco mis circunstancias, sería obtuso escamotearles una sofisticación, sugerencia y hondura que sin duda atesoran. La humanidad, sin tradiciones como la china o la japonesa, sería mucho más pobre. Cierto que deberían dejarse ya de tonteos y convertirse al catolicismo, pero ahí entra la libertad de los hijos de Dios, que también ellos lo son de algún modo, aunque parezca mentira.
A poco que uno se acerque a su desolada y bella visión del mundo, comprende que algunos occidentales se hayan sentidos fascinados por aquellas postrimerías. Fue el caso de Lafcadio Hearn, quien con 40 años puso rumbo a Japón y ya no volvió. Murió bajo el nombre de Yakumo Koizumi y está sentado en una de las vasijas mortuorias que por allí se estilan. Antes de eso escribió una docena de libros sobre la cultura y realidad nipona, con los que tuvo un considerable éxito en Occidente. Hoy traemos Fantasmas de la China y del Japón, una antología de sus cuentos fantasmales extraídos de Some Chinese Ghosts, Out of the East, Gleanings in Buddha-Fields, Kottō y Kwaidan. Edita Espuela de Plata y la traducción corresponde al uruguayo Álvaro Armando Vasseur.
En el prólogo, Luis Alberto de Cuenca afirma que estos Fantasmas suponen “una inmejorable introducción al universo literario de Lafcadio Hearn”, y diría que no le falta razón porque, si bien ha sido mi primera lectura, valga la manida expresión, no será la última. Tanto en fondo como en forma, es un volumen que deja con ganas de más. Por supuesto Hearn tendrá algún relato flojo, pero no en esta antología.
Aunque siempre es arriesgado destacar este o aquel –la experiencia enseña que las preferencias de uno son eso, de uno–, no me resisto a citar “Historia del Dios de la Porcelana”, un relato estremecedor donde un artista, por mandato real, debe crear un jarrón que se confunda con la carne viviente y pensante, “una carne que se estremecerá al murmullo de la palabra de los poeta, una carne que se conmueva por una idea, una carne que se turbe por un pensamiento”. O ese otro en el que un hombre se quita la vida para devolvérsela a un cerezo. O el último, “El padre y el hijo”, que remata la selección en todo lo alto con una sola pincelada maestra, una ráfaga.
Para acabar diré que la lectura de Fantasmas de la China y del Japón ofrece un último y truculento gozo. Se trata del desfile de unos fantasmas que no son los nuestros, que tienen sus deliciosas reglas y sus sorprendentes tipologías, pues no es lo mismo el shiryo –el típico fantasma de un difunto– que el ikiryo –emanación de odio de una persona viva– que el rokuro-kubi, mi favorito, un fantasma cuya cabeza se desprende del tronco por la noche para ir, rondando o volando, en busca de alimento.