José Julio Cabanillas (Granada, 1958) es de esos poetas que brillan con una luz muy intensa en el firmamento, lejos de los demás luceros y al que algunos parecen no ver, no sabemos por qué. Sus poemas juveniles, y no tanto, aparecen publicados por primera vez en 1989 por la editorial Renacimiento, en una compilación de todo lo escrito durante su período inédito, bajo el título Las canciones del alba. Poemas de amor, de desamor, de andar perdido –lo normal en los arrabales de la juventud y principio de la madurez–, con lo justo de lúgubre, nada de pose, y mucho de serenidad clásica, no acartonada sino viva y sonriente. La mejor tradición, el hilo de plata más pura que va desde San Juan de la Cruz, pasando por Bécquer, luego Cernuda, y Claudio Rodríguez, hasta llegar a los años ochenta del siglo pasado, pero sin exhibir, ni demostrar, ocultando las huellas de lo leído en una como humildad, y atendiendo siempre a la claridad y la sencillez del decir poético.
Después sucedió un hecho medular en su biografía y para su obra: la muerte de su abuela Aurora. Al Final de un mundo propio (en su vida) y comienzo de una voz propia (en su obra) que dio lugar a Palabras de Demora, libro elegíaco y traspasado por una extraña transparencia y luminosidad. Ese mundo de la infancia rural recorrerá ya toda su obra, que se irá abriendo cada vez más a lo religioso y cósmico, y tendrá también su lugar narrativo en Benzelá (Pre-Textos, 1998), novela breve hecha de estampas de infancia y prosa poética. Varios libros de versos después –y uno de poemas en prosa, traducciones de Chesterton y G.M. Hopkins, y un par de antologías–, la editorial Cuadernos de Poesía Númenor saca a la luz Esos tus ojos.
En treinta y cuatro años de carrera literaria, callada, sencilla, sin pausa, el mundo de Cabanillas se ha ido depurando, decantando en cuatro o diez imágenes predilectas, una sintaxis eficaz y melodiosa –nunca sonsonete, siempre viva–, un decir claro como de fraile en el huerto de un convento románico. Y la referencia a Cristo, desde un ángulo u otro, como relación personal que hilvana la vida entera y a la vez como la llave cósmica que desbloquea todo, la solución a los enigmas y laberintos de Borges, y al conflicto doloroso de Cernuda –de todos nosotros– entre la realidad y el deseo. La poesía de Cabanillas es siempre porvenirista, escatológica, pero lo es desde lo más íntimo y pequeño. En los caminos de tierra de las tardes de su infancia, de mano de su abuelo, encuentra señales de los senderos de Dios en letras mayúsculas. Lo diminuto y lo inmenso creados por la misma mano los ve el poeta y nos los señala, apuntando con el dedo de un verso, de un poema.
«Esos tus ojos» es sintagma extraído de la Salve, la oración más universal a la Virgen después del Ave María. «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro, muéstranos a Jesús», dice una estrofa. La certeza de ser unos desterrados, como Aragorn y los Dúnedain de Tolkien, es el origen, la fuente de esta poesía –y pienso que de toda–, pero también lo puede ser la esperanza de que no todo se perderá. Incluso de que nada lo hará, como profetiza el final de los Cuatro Cuartetos de Eliot: «Y todo irá bien / Y toda clase de cosas saldrá bien / Cuando las lenguas de la llama se enlacen / En el nudo de fuego coronado / Y la lumbre y la rosa sean una» (trad. de José Emilio Pacheco). Los ojos misericordiosos no nos dejarán desamparados. Ese gesto de alzar la mano, no ya de la criatura, sino del hijo a su Padre, toma forma de poema en los últimos libros de Cabanillas, en especial en este.
Un pez, un balón, un grajo, un perro, un espantapájaros… El poeta pone voz a distintas bocas, incluso al propio Cristo, en una polifonía de coro medieval que suma su canto a todas las criaturas, como un nuevo Francesco, el pobrecito de Dios. Hay dos tipos de imágenes y motivos en este libro. Una es la de la confesionalidad directa, con escenas de textura cinematográfica, de meterse dentro al leerlas, en Belén, en el Huerto de los Olivos; pero también tira de imágenes insólitas y ajenas a la imaginería religiosa –oscuras y ásperas en la primera parte del libro–, como el pez martillo, del que dice que fue un unicornio que huyó al mar y ahora es un animal grotesco de dos ojos separados, morando en la oscuridad abisal, en claro simbolismo del destierro, que decíamos antes. Los humanos somos ese pez martillo, fuera de lugar, perdido en la noche negra. En el caso de las escenas evangélicas, el poeta se sitúa como un protagonista más de la escena, un pobre pastor estupefacto en medio de una multitud, no solo de lugareños sino también de toda la humanidad a lo largo de los siglos, que se acerca a adorar al Niño, o a escupir al Nazareno. Es una forma de proceder con la imaginación que recomienda San Josemaría para hacer oración mental, repitiendo los consejos de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.
Como católico, no consigo imaginar del todo cómo leerán este libro aquellos lectores no cristianos. Imagino que la confesionalidad «cierra» el poema un tanto, pero en los mejores momentos pienso que la belleza se abrirá camino y llegará a cualquier tipo de lector. Al fin y al cabo, las fibras del corazón humano pueden vibrar por un millón de motivos.
Por último les dejo un par de poemas de Esos tus ojos.
Un día estuve de niño, abrochados mis pies
con las sandalias frescas de verano,
en un jardín de tierra perfumada.
La luna nueva, apenas
una voz, me llamaba.Y doce luceritos
brillaron en tu pelo. Cuando llegó el otoño
y las hojas cayeron en el viento, sonaban
como a pasos muy tristes de muertos que se acercan
con grandes ramos blancos, olvidados de todo.
De pronto, los oí. De pronto, estaba fuera,
tras de la tapia enorme que encerraba el jardín
que yo tuve a la mano. Y la noche era espesa
y no vi más luceros. Y no sé dónde estoy.
Señora del jardín, sal a buscarme.
Llevo escritos los nombres de los que se marcharon.
Los llevo en una cesta, de camino.
Llevo sus ojos y el sol que ellos tocaron.
Llevo sus labios que dieron voz al viento.
Llevo la cueva grande donde sus corazones.
Y qué hermoso que ahora, por un camino verde,
Tú nos llevas a todos
guardados en un cesto,
y el cesto va en tu mano.