Desde que publicó su primera obra, Jonathan Franzen parece preocupado por escribir la Gran Novela Americana. Y la crítica coincide en que, en efecto, será él quien lo haga. Sea un mito o no, es indudable que lo que rodea a la literatura de este autor tiene mucho de marketing, pues solo podremos estar seguro del valor de una obra -de una trayectoria- retrospectivamente.
De la misma manera que en otras de sus novelas, Encrucijadas tiene como protagonista a una familia del Medio Oeste. En este caso, la narración se sitúa en plenos años setenta y, concretamente, en una parroquia protestante en la que el reverendo Russ Hildebrant trata de hacerse valer. Llegada a una edad ya madura, el pastor pretende restañar sus decepciones vitales rehaciendo su futuro en medio del desmoronamiento de su familia, que hace agua por todos lados: su mujer, una excatólica depresiva, ya no le muestra su afecto y la venda se ha desprendido de los ojos de sus hijos, para quienes ya no es alguien a imitar, sino un ser patético y vergonzoso. Para agravar la situación, Hildebrant compite con Rick Ambrose, otro reverendo, más juvenil, que sintoniza con las inquietudes religiosas de los jóvenes y suscita su envidia.
A Franzen hay que reconocerle oficio literario. Sabe escribir y combina perfectamente el registro de más amplitud con la penetración psicológica. La retahíla de personajes que aparecen en su último intento es muy variada: hijos descarriados, adolescentes obsesionados con su identidad, padres que se rebelan frente a sus hijos, flirteos amorosos, infidelidades… El final es, quizá, una de las mejores partes de la novela, que exige una continuación. Por otro lado, Franzen pone la lupa sobre un momento cultural -la debacle de las convicciones, tras el 68- sin la que es imposible entender el mundo de hoy. Se trata de un momento revolucionario que afecta especialmente a la forma de vida de la clase media, en el que se generalizan, por ejemplo, el consumo de alcohol o de las drogas y se relajan las costumbres sexuales.
Desde una óptica literaria, y reconociendo, como hemos hecho, que el americano posee un incuestionable talento literario, en sus obras -en esta también- el lector queda como seducido por los escándalos. Lo que menos convence son sus personajes, planos y demasiado acomodaticios con el estado de cosas, como niños mimados, siempre sometidos a las pulsiones de una identidad problemática. El objetivo de Franzen es radiografiar a la familia americana media, pero en el torbellino de pasiones mezquinas que perfila es difícil hallar semejanzas con los hogares reales. A ello se añade algo que a quien crea o forme parte de una comunidad religiosa puede resultar chocante: en la religión de esta familia Dios queda postergado por un egocentrismo gigantesco y la oración reducida a un soliloquio en el que el yo adquiere un tamaño patológico.