El fútbol hunde sus raíces en el sentimiento de pertenencia a un lugar y a una comunidad, y en su momento fue parte importante de la cultura obrera: era un deporte de equipo, de asociación, donde el conjunto está siempre por encima de las individualidades por importantes que éstas puedan ser. Los jugadores vienen y van, mientras que los aficionados son el archivo, la memoria del equipo, quienes lo anclan en la historia. Son parte activa del fútbol como experiencia y colección de momentos. Aunando pasión y rigor, análisis y devoción Critchley se acerca a este fenómeno planetario desde perspectivas de clase, de género, también de estética, y nos ofrece un libro que es tanto un inspirado e inspirador ensayo, como un sentido homenaje al fútbol.
Hace unas semanas, en el mundo del fútbol, hubo un intento de golpe de estado por parte de las élites, algo muy de nuestro tiempo. Con sospechosa descoordinación, los potentados de Europa anunciaron su intención de amurallar el fútbol de campanillas. Se acababan las expediciones a Huesca o Valladolid, porque ya que coges un avión, que sea para aterrizar en Milán o Londres.
A la gente le cabreó y pidió la cabeza de Florentino Pérez en un cesto. El fútbol es de los aficionados, decían; y aunque eso sea debatible, igual había motivos para el enfado. La Superliga consumaba y hacía irreversible la separación entre los clubes pudientes y el resto. Por supuesto el Osasuna tendría derecho a seguir existiendo, pero no a pisar el Bernabéu ni a que los jugadores de postín fueran al Sadar para salir de allí amoratados y, en el peor de los supuestos, con un punto en lugar de tres.
Florentino, caudillo de la rebelión aristocrática, se paseó por los medios para hacer entender sus motivos. Vendió la nueva competición como el único remedio a una crisis de la que no teníamos constancia. Mejor así. En el pack de la catástrofe viene la solución. ¿Y cuál es la catástrofe? No se hace suficiente dinero. Parece traído por los pelos, sobre todo a la vista de esos clubes hipertrofiados, de un vigor apabullante pero desagradable de ver, clubes culturistas. Pero no, al parecer no es suficiente. Y no lo es por dos motivos: los asiáticos no madrugan para ver la lucha por la permanencia en primera; y dos, la chavalería ya no está interesada en el fútbol, en el fútbol real, que con el de los videojuegos echan las tardes.
Sea o no inminente la catástrofe que Florentino columbra, el remedio ha naufragado, en parte porque la UEFA se ha sentido prescindible y son personas muy mayores ya para ponerse a trabajar. Al final, la gente se ha plantado, los conspiradores, desertado, y el caudillo, resentido, traicionado, dice que bien, que ya llamaremos llorosos a su puerta cuando sea tarde.
Tal vez esté en lo cierto. Y de ser así, lo lamentaremos. Pero también habrá llegado entonces el momento de escribir sobre este deporte, el momento de pensarlo. El fútbol, como cualquier vida, no estará completo hasta que muera, de modo que lo que más concluyente que se pueda escribir sobre él será a la vista de su cadáver. El mejor análisis es carroñero y nostálgico.
Sin embargo, mientras el fútbol resista, algo habrá que escribir y algo habrá que leer, aunque sea de forma provisional. Y entre lo que hay, merece una mención En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso, 2018) de Simon Critchley, a quien ya trajimos a propósito de El libro de los filósofos muertos (Taurus, 2008). El pensador británico, hincha del Liverpool, esboza una fenomenología del fútbol en apenas 100 páginas. Tira de Gadamer para iluminar un universo “maravillosamente idiota”.
La mayor virtud de Critchley es que se mantiene, salvo por el Tourette progresista que le posee cada poco –¡Colonialismo! ¡Heteropatriarcado! ¡Neoliberales!–, dentro del marco futbolístico. No emplea el deporte para hablar de la vida o para filosofar sobre temas de más enjundia. No, es fútbol y con eso basta. Y para que baste ha de tomarse en serio, de otra forma no resulta ni la mitad de divertido. Sartre, Hegel, Heidegger, Aristóteles… todos, como en aquel sketch de los Monty Python, trotando por el verde.
De las muchas ideas interesantes que contiene el libro, acabaremos con una, meritoria por lo que tiene de premonición. Apoyado en la distinción nietzscheana entre lo apolíneo y lo dionisiaco, Critchley sostiene que las gradas encarnarían lo sublime, la matriz dionisiaca de la surgiría la belleza apolínea del juego. “El partido sin hinchas es una suerte de error categorial […] La clave del fútbol radica en la interacción compleja y configurada entre la sublimidad de la música y la belleza de la imagen, entre Dionisio y Apolo, entre los hinchas y el equipo”. Ay… Puede que el fútbol no se muera de esta, pero el sustito nos lo está dando.