En un mundo utilitarista, las actividades gratuitas, el descanso, el tiempo dedicado a la cultura o a la meditación aparecen como una ofensa al rendimiento y a la eficacia. Tenemos que aprender a descansar. Redescubrir el sentido último del reposo, no como una simple experiencia o sensación, sino como el fruto de un saber o de un arte. Un reto de nuestro tiempo es, por tanto, tomarse el tiempo de vivir, para estar más presente en las cosas y en las personas, para amar, para construir. Los frutos serán la calma, la serenidad, la admiración (del texto). Un poético libro que es un breve manual del descanso. Una defensa de la cordura del ser frente a la locura del activismo. Una oda a la sabiduría del reposo, la libertad de darse tiempo y la humildad que reconoce la limitación y el cansancio del cuerpo y del corazón. Unas palabras sabias para meditar y hacer vida.
En la homilía inaugural de su pontificado, el recién electo Papa Benedicto XVI afirmó que «[e]l mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres». La impaciencia contemporánea y el sufrimiento que esta genera constituyen el sustrato antropológico y sociológico sobre el que Maximilien Le Fébure Du Bus escribe su Elogio espiritual del descanso (Ediciones Cristiandad, 2022).
Le Fébure Du Bus dialoga directamente, de tú a tú, con el hombre de hoy. Su propósito es recordarle su dignidad originaria, llamándole la atención sobre algo que enraíza con su esencia más profunda, algo que le impide ser en plenitud quien está llamado a ser: a ese hombre le han robado el descanso.
Para hablar del descanso, Le Fébure Du Bus enfrenta a su interlocutor a la naturaleza del trabajo: el culpable -sólo en parte- del secuestro de su descanso. El trabajo es hoy centro y fin de toda vida, en una suerte de fabercentrismo generalizado. Al hombre moderno han logrado convencerle de que será en el trabajo donde encontrará su felicidad. Por eso, como el Fausto de Goethe, busca hacer de la acción -de la producción- el inicio todo: desde los primeros planteamientos de toda biografía (los estudios de los niños están determinados por la que será o puede ser su futura profesión) hasta la definición del yo en relación con su existencia (la pregunta de qué haces en la vida busca como respuesta un concreto oficio).
Le Fébure Du Bus se sorprende, porque esta forma de ver el mundo es nueva y, sobre todo, lejana de la perspectiva de antiguos y medievales, para quienes el trabajo nunca fue un fin en sí mismo. Para ellos el centro de la vida era el ocio, no el trabajo «que sigue siendo un medio indispensable para vivir, pero que no pretende dar acceso a la felicidad». Hoy sufrimos las consecuencias de la inversión de estos valores. Existen quienes se dejan arrastrar por una superactividad profesional que, con base en distintos ideales (nobles) como la ambición, el afán de lucro, la opinión ajena o la educación recibida, justifican la ausencia de descanso en lo que el autor denomina «verdugos del trabajo». Este fenómeno irradia toda la realidad del hombre: la desmesura en el trabajo impide la introspección, «me agota y me vuelve insomne», dificultando cualquier intento de trascendencia.
Para más inri, cuando ese hombre cree descansar tampoco lo logra. El actual entendimiento del descanso supone a menudo un despilfarro de energía, tiempo y dinero. El hombre moderno necesita viajes costosos y lejanos, peripecias espectaculares o aventuras cargadas de adrenalina, que no son sino una caricaturización del descanso: intenta huir del ruido de la ciudad y la desesperación de los atascos para reemplazarlos, temporalmente, por resorts que, con suerte, tienen un nivel de decibelios ligeramente inferior o por una playa atestada. Descansar, hoy, es sinónimo de distraerse un rato del trabajo.
Pero el fundamento del trabajo tiene algo de misterioso; y como todo lo misterioso, tiene algo de metafísico: el trabajo eleva al hombre a la condición de cocreador de un mundo que le ha sido dado. El verdadero trabajo tiene poco que ver con el yugo, no es una cadena que ata y totaliza, «sino una dignidad» que lo vincula a la creación que habita. Hoy, empero, esa dignidad está enterrada en deadlines, urgencias, jornadas interminables, desordenadas dedicaciones al trabajo… como si en toda esta amalgama de hiperproducción la felicidad nos fuera a salir al encuentro en una hoja de Excel.
En contraposición, son las realidades no lucrativas, las inútiles en términos productivos, las que dan sentido a nuestra existencia. Las que merecen que uno pierda el tiempo por ellas, por las que vale la pena vivir. Ninguna de ellas entiende de prisas o desasosiegos. Deambulado en el pensamiento de Benedicto XVI, en un mundo donde todo se monetiza y que antepone lo productivo, la gratuidad pasa desapercibida. La cultura, el descanso, la meditación o cualquier otra actividad gratuita suponen bajo este prisma una «ofensa al rendimiento y la eficacia».
El autor hace una apología del descanso, no de la pereza: mientras la pereza conduce a no hacer lo que uno debe cuando debe, el descanso se nos plantea como una exigencia vital. Tampoco puede el descanso confundirse con la inacción. Descansar supone un término, poner fin a una actividad previa, pero no es un no hacer nada. El descanso tiene distintas tonalidades, «se difracta en diferentes colores». La unidad entre cuerpo y alma es una premisa a la hora de observar estos tonos. Si soy uno trabajando, también lo soy cuando descanso.
El sueño ocupa el lugar preminente entre las categorías del descanso, por ser «el más necesario», pero no es el único. Si el cansancio físico se ve paliado por el reposo del cuerpo, en palabras de Santo Tomás, «el descanso del alma es el deleite». El cine, la literatura o el deporte se postulan como modelos urgentes de descanso. Este homo ludens, como lo denomina Goitinga, también encuentra el descanso en aquello que le trasciende y está, o le conduce, más allá de sí mismo: un café en compañía de alguien querido, una tarde de juegos de mesa, la sobremesa que sigue a una comida familiar, poner la propia fatiga en manos del amigo alrededor de una cerveza… Descansar, a fin de cuentas, «para ser más yo mismo. Para servir mejor a mis hermanos».