Este género literario, el del diario personal –con todo lo que tiene de cajón de sastre: opiniones, lecturas, anécdotas, poetiquerías, homenajes y rencores– entusiasma a unos pocos lectores fieles. La mayoría busca ficción, evasión, raptos sentimentales y tal vez unas gotas del elixir de la sabiduría (homeopáticas casi siempre, es decir, falsas) en moralinas y autoayudas. Hablamos hoy, por el contrario, de un libro de género menor, lateral, pero que no ha dejado de estar presente en las librerías e incluso de crecer en las últimas décadas. García Martín lo cultiva con religiosa fidelidad, publicando sus entregas en prensa de papel y en su célebre –y temido– blog Café Arcadia. Luego aparecen en libro, para los más fanáticos. Esta última entrega, como acostumbra, tiene de todo, aunque la novedad (para mal), que señala el prologuista-editor Abelardo Linares, es que el autor está «venga a dar vueltas y a arremeter contra pandémicos molinos de viento».
Estas dos palabras, «pandemia» y «Rey», podrían resumir el libro, o al menos un 60% de él. Se queja Linares de que en los diarios de García Martín, a partir de 2005 «fueron adquiriendo, paradójicamente, cada vez más presencia e importancia los aspectos políticos, los ligados directamente con la actualidad, como si el autor, abandonando la biblioteca entre la que parecía haber vivido hasta el momento, quisiera ahora abrir las ventanas y asomarse, peligrosamente, a la calle». Y es cierto que su gusto por la discusión, y especialmente por hacer de abogado del diablo, desbordó los límites del diario personal (que en su versión online admite comentarios) y se desparramó por Facebook. Sus polémicas con el escritor José Luis Piquero han alcanzado a veces un número de comentarios alarmante. Con buenas maneras pero también con acritud y reproche. A García Martín ya le coge mayor para Twitter o para servicios de streaming, pero hubiera sido un buen youtuber, un polemista literario, crítico mordaz y librepensador en lo político, asomado a una cámara en un set compuesto de montañas tambaleantes de libros. Toda esta diversión, este chisporroteo de la discusión ha ido entrando en sus diarios y, en este tomo que nos ocupa se ha hecho fuerte, copando más de la mitad de las páginas.
Esa mitad larga del libro está abrumadoramente cargada de pandemia: que si las vacunas no hacían falta para todo el mundo, que si las mascarillas tampoco, que si es una barbaridad el «pasaporte Covid», y así erre que erre. Con un formato de diálogo en el que siempre queda bien el autor, zahiere a los circundantes, poniéndolos poco menos que de lerdos bovinos. Al margen de la opinión de cada cual –para mí tiene alguna razón en muchas cosas, y mucha razón en algunas–, lo literario, que es lo que nos interesa aquí, se resiente. Nada más que por la reiteración. Sus argumentos aparecen formulados una y otra vez casi de la misma manera. Lo mismo sucede con el Rey Emérito. García Martín tiene la convicción de que la inviolabilidad de la persona del Rey y su irresponsabilidad jurídica, recogida en el título II de la Constitución (art. 56.3), es malinterpretada por casi todos menos por él. Al margen de si tiene o no razón, y no se arredra contra catedráticos de Derecho Constitucional, la monserga se hace pesada. Por suerte, hay vida después de la pandemia y el Rey.
Pero… Una vez hacemos slalom por estas cuestiones –o no, porque hay gustos para todos– encontramos aquí y allá perlas que hace que los diarios de García Martín sean tan gustosos de leer. El personaje, en principio empeñado en ser antipático, termina resultando amable a nuestros ojos y suscitando un sentimiento de hermandad o afecto. Sobre todo, su amor por la Literatura (aquí procede la mayúscula), su fina observación de lo cotidiano extraordinario, su buena vista para los buenos libros (y desdén hacia los malos), sus manías (como todos tenemos), van formando un retrato, que Borges llamaría «la imagen de su cara». El sábado 30 de octubre, con el procedimiento de estilo directo en segunda persona, anota: «El libro que has llevado contigo prometía mucho, pero se desinfla a las pocas páginas. Nada te gustaría más que el que apareciera alguno de tus lectores para elogiarte y darte conversación. Los amigos tienen la mala costumbre de aparecer solo si tienes una lectura apasionante. Y lo único que suele aparecer es un poetastro para que leas sus poemas y se los comentes “con total sinceridad”, aunque pobre de ti si lo haces». Como toda persona sana, como todo escritor humilde, se permite su gotita de cursilería: «Llegué con Arnedo en los pies y salgo con Arnedo en el corazón». Tiene la honestidad de conocerse y lo expone de una y mil maneras: «No es que yo me crea más listo que nadie, qué tontería.
Soy bastante bueno para detectar el talento ajeno, el talento literario sobre todo, pero no solo». Aunque también reconoce que en las tertulias, tanto presencial como online, habla más que nadie y pontifica, porque se cree más listo que nadie. De vez en cuando hace un quiebro y aclara que no, que solo se lo cree, dejando al lector en la duda de si su empecinamiento es del todo cierto, o parte del personaje. Sobre su función de crítico, hay detalles aquí y allá: «Ya sé que lo que debería hacer, por el autor (al que aprecio y estoy agradecido) y por el editor, que ha invertido dinero en este tocho, es callarme en público y dedicarle vagos elogios en privado. Pero no puedo evitar escribir una reseña subrayando errores e insuficiencias conceptuales. Es mi naturaleza. Ya me habría gustado a mí ser un Luis Alberto de Cuenca». A este le dedica más adelante un rápido y amable retrato, que termina en elogio; también a Jon Juaristi, cuyo nombre aparece con frecuencia hacia el final del libro. En algunos momentos hace recuento de aquellos «amigos que dejaron de serlo –todos ellos escritores y, salvo Miguel d’Ors, bastante mediocres– y de los que siguen siéndolo a pesar de todo. Ganan por goleada. Podré sobrevalorar mi inteligencia, pero lo que no sobrevaloro es mi buena fortuna». Abundan las expresiones de contento por la existencia, de agradecimiento sereno.
En definitiva, el poso que deja la lectura es de abundancia de vida, de libros, de conversación y de amigos. Con todo ello, pese a la locura de pandemias y reyes corruptos, forma García Martín su Elogio de la cordura.