En los viejos tiempos de la pandemia y su arresto domiciliario algunos nos leímos hasta las etiquetas del champú. Yo arramblé con lo más potable o, al menos, apetecible para mí de la biblioteca de mi suegra: Nick Hornby, Jane Austen, Julian Barnes… Del primero disfruté su tono en apariencia ligero, como de que nada importa mucho, un aire muy de agradecer en aquellos días densos, melodramáticos. Como de sit-com o peli romanticona de después de comer, aunque en el fondo cargado de no poca hondura existencial. De la segunda ya hemos dicho mucho en otras ocasiones: es la gran dama de la Literatura inglesa. Quedarse encerrado en casa, sobre todo si llueve, arrebujado con un ejemplar de Pride and Prejudice –incluso traducido– es un placer casi demasiado elevado como para ser gratuito. Y Barnes fue un descubrimiento que me dejó una fuerte impresión en el ánimo, ntre pellizco y nudo en el estómago. Trataré de explicarles el regusto particular de esta impresión y por qué su última novela no me ha satisfecho del mismo modo.
El sentido de un final horada en las diferentes interpretaciones de la historia de un grupo de amigos, a lo largo del tiempo. La novela utiliza el mecanismo del «manuscrito hallado», en forma de diarios de alguien difunto, y supone una exploración por los recovecos de la sentimentalidad de su protagonista pero a través del prisma –como si fueran espejos rotos– de otras personas y su distinta perspectiva.
La única historia es más sencilla en su planteamiento, no hay giros de trama como en la anterior ni una tensión narrativa parecida y, sin embargo, atrapa al lector por su minuciosa disección de un amor obsesivo que envejece mal y se corrompe hasta ser solo sombra y ceniza. Es sórdida, apagada, pero conmueve y, si en algo hemos experimentado las íntimas esclavitudes de un amor deformado, nos hermana con el protagonista de esa manera que solo consiguen los grandes libros. Con esta novela fue con la que decidí seguir leyendo a Barnes y, por tanto, me lancé amazónico a adquirir su muy celebrada El loro de Flaubert. La compré en tapa dura, con sobrecubierta y todo, y ya se me hacía la boca agua cuando empecé a leerla… Chasco: no pude pasar de las ochenta páginas. Me quedé perplejo entonces por los muchos elogios recibidos acerca de su técnica, la mezcla de ficción y realidad, etc; la palabra clave en las falsas reseñas publicitarias era collage. Pero a mí que me dejen colgada la trama principal para ponerse a hablar de loros disecados… mira, no. Ese rollo a medias erudito, distante, despegado de cualquier conexión con lo que justo antes se estaba contando, no me causó ninguna impresión positiva ni me deslumbró por su vanguardismo o lo que sea que el autor quiera conseguir ahí.
Así que, gracias a que no tenía que reseñarla por obligación, me di el lujo de dejarla sin terminar, con mucha pena por mis diecisiete euros. Ojo: tal vez yo no estaba hecho para ese libro, o no en ese momento, y más adelante sí lo estaré. No lo sé. Habrá gente gozándolo y encomiándolo (me refiero de corazón, no a los reseñistas publicitarios). Mi humilde posición como lector –también como autor– parte de una máxima irrenunciable: lo primero, no aburrir. Y yo al rollo del loro no le veía más gracia que un despliegue de erudición estrafalaria y de un talante un tanto displicente que permite al autor contar lo que le da la gana con la socapa de la creatividad. Insisto: puede ser una limitación mía. No obstante, la impresión fuerte que me habían causado las lecturas pandémicas de Barnes persistía en mi ánimo y estaba enfadado con el autor, más que decepcionado. A la espera de otro libro suyo que me quitase la ardentía de estómago del loro a medio digerir. Así llegamos a Elizabeth Finch.
Con Elizabeth Finch he vuelto a tener la experiencia de ese sabor fuerte, personal, de una historia con interés humano, que se diría en periodismo. De nuevo la exploración de una relación asimétrica de admiración, fascinación y amistad (amistad-amor, vamos a decir) entre un hombre joven y una mujer mayor que él. En este caso, con el juego profesora-alumno, en un elogio continuado de aquella que da lugar a páginas muy logradas, incluso emocionantes, sobre la mezcla de admiración intelectual y atractivo personal, con gotas de intriga y algo de romance. En esto había vuelto al Barnes pandémico. Miel sobre hojuelas.
Pero… de pronto, por un giro de trama que no les quiero a ustedes desvelar, el libro pasa a ser un ensayo sobre Juliano el Apóstata y cómo su figura marca un momento clave en la formación de Occidente, que abandona las luminarias del paganismo para adentrarse en las oscuridades del cristianismo. Un poco como la época en que les dio a algunos por Hipatia de Alejandría, a partir de la película de Amenábar, con el añadido de que ahí el Juliano era Juliana, lo que remaba a favor de la corriente social. Al margen de mi discrepancia con esta pánfila teoría (las oscuridades del cristianismo suponemos que son Dante, Petrarca, Botticelli, la Catedral de Notre Dame, Orlando de Lasso, las universidades europeas y americanas, Cervantes, San Juan de la Cruz, Bach, los misioneros, los Derechos Humanos…), el caso es que de nuevo volvemos a la tontería del loro, es decir, a meter páginas y páginas de ensayo erudito con muchas citas, interesantísimas todas pero ¡a mí qué narices me importa esto ahora, si yo estaba leyendo otra cosa! Por suerte, y a diferencia de los loritos, este mini ensayo no está cortado en juliana y disperso por todo el libro sino que principalmente se concentra en una sección central; luego se retoma la historia humana, que vuelve a ser una indagación sobre cómo vemos nuestras vidas y qué diferentes pueden verla los demás. Así que el libro se acaba salvando. Vaya por delante que la parte ensayística es muy interesante –aunque uno discrepe de ella– y tiene ese sabor borgiano del mero deleite por la mezcla de historia y mito, presentada con gran seriedad. Pero es como una sopa que tuviese grumos sin disolver.
Pese a todo, es un libro apreciable, disfrutable. Quizá Barnes sufre de mal de altura: se le han subido a la cabeza los elogios por su lorito y quiere repetir la fórmula. No lo sé. Para mí el mejor Barnes está alrededor de los grumos de pedantería, en todo aquello en que recuerda más a Ian McEwan o a Paul Auster, en las regiones de la psicología de sus personajes y de los abismos del corazón cansado pero, pese a todo, vivo.