Con su poderoso lenguaje, hecho de imágenes e historias memorables, el cine nos vuelve a plantear las grandes cuestiones que atañen al ser humano. La pregunta sobre Dios, una de las más apremiantes, ha sido explorada por películas tan densas como las de Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson, Ingmar Bergman o Andréi Tarkovski, pero también por otras más asequibles al gran público como las de Fred Zinnemann, Alfred Hitchcock o Woody Allen. En los últimos años han resurgido esta clase de películas, las cuales no abordan las cuestión de Dios a partir de certezas incontestables, sino desde la zozobra del que se enfrenta a un misterio sobrecogedor. El presente libro nos invita a viajar por este territorio del cine reciente, centrando nuestra mirada en títulos como La duda, De dioses y hombres, El árbol de la vida, La gran belleza, Ida, Calvary, El hijo de Saúl, Silencio, Tres anuncios a las afueras, Nomadland y otros. Al ver estas películas tenemos la impresión de que el cine saca lo mejor de sí -aventurando soluciones prodigiosas, visuales y sonoras- cuando se adentra en el silencio de Dios.
Me encantan los libros ambiciosos, atrevidos. Los libros que quieren tocar las estrellas, desentrañar tesoros, hablarle de tú al misterio. El tema del silencio de Dios es el gran asunto de la filosofía y la teología del siglo XX, y por lo que parece del XXI, como primer corolario a la eterna pregunta por la existencia del mal. Desde un desolado Kierkegaard o un sanguíneo Nietzsche, llegando hasta las babas del mar de nuestra post-verdad y sus amanerados sacerdotes. La ausencia de sentido, o la aparente ausencia de sentido –lo incomprensible de nuestra condición mortal y sus miserias– sigue siendo el motor de las mejores obras de arte, de libros, música, poemas y películas. ¿Quién se atreve a hacer un libro donde se analice este silencio en obras cinematográficas? Pablo Alzola lo ha hecho, sobre la premisa de que «el cine no puede filmar a Dios, pero sí evocar su misterio», y el resultado no es nada desdeñable.
Lleva como pórtico este libro un prólogo de Eduardo Torres-Dulce, Cowboy de Medianoche –junto a Garci, de Cuenca y Herrero–, ex-Fiscal General del Estado, tertuliano cinéfilo, auténtico sabelotodo del celuloide. En él nos centra el balón (o nos afina la guitarra, si usted quiere) con la cita de Orson Welles en la que este decía que hay dos cosas imposibles de filmar (bien, se entiende): el acto sexual y el acto de la oración. Y, sin embargo, «el buen cine es una mentira sincera», que dice José Luis Garci. Se refiere Torres-Dulce al presente libro como «tratado de cine» (y añade: «subrayo lo de tratado»), como una forma de dejar claro que no es una simple colección de opiniones, de breves reseñas, sino que la obra tiene una estructura argumental de peso, aunque no sea un libro académico.
Se agradece esto último, por cierto, por la limpieza de notas y la lectura natural sin puntillosas interrupciones. También nos adelanta Alzola en el primer capítulo que «este libro no es un curso de teología disfrazado». E insiste: «No recurro a las películas como ilustraciones de ideas teológicas sino, más bien, trato de explorar cómo las películas son capaces de plantear cuestiones teológicas mediante su propio lenguaje. Por tanto, este libro no es un manual de teología, sino un ensayo de cine».
Los capítulos del libro se ordenan conceptualmente: Silencio, paisajes, interiores, rostros, duda, conciencia, creación, muerte, Gracia. Nos dice al respecto el autor: «El orden de los capítulos de este libro no es casual, y merece una breve explicación. Puesto que el cine consiste sobre todo en imágenes –en su historia la palabra hablada llegó después, como sabemos–, he querido que los capítulos segundo, tercero y cuarto tuvieran un enfoque predominantemente visual que, al mismo tiempo, describiera un cierto progreso de lo grande a lo pequeño; ya que «lo más pequeño del cosmos y del mundo es el signo auténtico de Dios», según apunta Joseph Ratzinger en Introducción al Cristianismo». En este primer capítulo no puede faltar un análisis de El gran silencio, la película dirigida por Philip Gröning que muestra la vida de unos cartujos. Precisamente, un visionado de esta película animó al autor a tratar el elocuente tema del silencio de Dios.
En el capítulo «Paisajes» se abordan planos de películas donde predominan el mar, el desierto o el bosque, más que como localizaciones, como protagonistas de la cinta. Es uno de los modos clásicos de mostrar lo sublime y lo terrible, a través de la inmensidad de un paisaje, o su carácter amenazante. La soledad del hombre frente al cosmos se puede sentir en la estepa, sin ni siquiera mirar a las estrellas.
En el capítulo «Interiores» hay una interesante cita de Paul Schrader hablando del estilo de Dreyer: «Los escenarios ajustados a interiores, los decorados sin adornos ni florituras, ciertos planos largos que enfatizan una determinada puesta en escena, el uso de la expresión y la gestualidad facial, el lenguaje sencillo y una continua sobriedad que impregna todas las características anteriores». Casi nos parece estar leyendo un párrafo del manifiesto Dogma, escrito por Lars Von Trier. Especial mención nos merece la película Sobre lo infinito, de Roy Andersson, que reconozco que a servidor le dejó estupefacto, y a la vez fascinado, por la fría y cortante aproximación a la duda sobre la propia fe y la desesperación que causa la ausencia de sentido. En ella, casi todo sucede en estériles interiores de un silencio asfixiante.
En el capítulo «Rostros» se nos habla del «interés del cine por escrutar el rostro como si se tratase de un paisaje», partiendo de Juana de Arco, y de la obra de Dreyer y Bresson. Anota Alzola una idea del ruso Pável Florenski según la cual el rostro puede evolucionar en «máscara», cuando se aparta de su fundamento espiritual; o en «semblante», cuando refleja «la dimensión invisible de la persona, su relación íntima con el misterio de Dios».
Sobre la «Duda» se dice que es el motor de gran parte de las tramas de éxito, como en la obra de Hitchcock. Y que Woody Allen está obsesionado por la inquietud metafísica acerca de la muerte, la responsabilidad –o irresponsabilidad– moral y la existencia de Dios. Hablando de la «Conciencia» se vuelve a Juana de Arco y las obras bélicas referidas al honor y el cumplimiento de la palabra dada, y culmina con la película sobre Stefan Zweig y su desesperado final. En «Creación» se trata no sólo la Creación divina, sino también la artística de los hombres, como en Van Gogh a las puertas de la eternidad de Jarmusch. Dostoievsky y Fellini se dan la mano en el capítulo «Muerte» y en «Gracia» desemboca la acción de la Providencia en la vida de las personas, tomando como ejemplos, entre otros filmes, Lady Bird o Tres anuncios en las afueras. Y al final filmografía, bibliografía, etc.
Este libro es, aunque de cine, del género híbrido que a muchos nos gusta y que mezcla literatura, filosofía, teología, en conexiones intelectuales felices, rápidas, abundantes y sin pausa. Como el libro que comentamos recientemente titulado «Luces de varietés». Es el tipo de obra valiente y original que anima a leer más, a ver más películas y a pensar un rato de tanto en tanto. ¿Y qué sucede si es usted ateo? Más interesante aún, porque ¿acaso no es misterioso que se le haya dedicado tanto papel y tinta, tanto celuloide, a Alguien que no existe?