El señor Marbury tiene treinta y ocho años y se pregunta si su vida es digna de una novela. En los diarios de Lev Tolstói ha leído una frase que, aunque el narrador comente que le ha dejado “pensativo”, más bien ha tenido sobre su conciencia el efecto de una pequeña conmoción: “Las novelas terminan cuando el héroe y la heroína se casan”. Así pues, no hay historias dignas de ser contadas más allá del matrimonio. Toda materia narrativa, para revestir un ápice de interés, resulta previa a la unión conyugal de los personajes. De acuerdo a la idea de Tolstói, el matrimonio se configura como una suerte de trampa en la que, al caer, uno cede su libertad, y todo el potencial de vida indeterminada que dicha libertad implica, a cambio de cierta expectativa de confort, seguridad y ternura hogareñas. A cambio, en suma, de una ensoñación apacible y anodina.
Para desmentir a Tolstói, y haciendo uso de un pequeño juego metaliterario, surge un autor que se decide a contar la vida de la familia Marbury. Lo hace a través de 130 episodios breves que vienen a ser como las pinceladas de un fresco por medio del cual se ofrece al lector una visión de los personajes centrales de la trama. Así, fragmentariamente, se nos va dosificando el dibujo de una constelación de relaciones en cuyo centro se hallan el señor y la señora Marbury y sus cuatro hijas. Junto a ellos, una multitud de personajes que entran y salen de la escena, pero que dejan siempre su impronta, en un sentido u otro, en la vida de la familia protagonista de la historia.
Como resulta fácil imaginar, y dado que los episodios carecen de un hilo nítidamente cronológico, a lo que asistimos es a una sucesión de escenas en la que lo cotidiano prima sobre lo dramático. En ese sentido, resulta clarificadora la cita de Rilke que figura al inicio de una de las tres partes en que se divide el libro: “Amar la trama más que el desenlace”. Si se prescinde de la enseñanza contenida en esa advertencia, el lector corre el riesgo de sentirse defraudado conforme al adentrarse en la páginas de El señor Marbury la halle carente de episodios memorables. Que nadie se llame a engaño: lo memorable son precisamente las vidas narradas allí. Lo memorable consiste en la determinación de ser felices en un mundo que no lo pone fácil. Lo memorable es el esfuerzo por sostenerse sobre el pilar de la fe en un entorno tantas veces saturado de incredulidad y suspicacia. Lo memorable, en suma, es abrazar la convicción -como hace explícitamente el mismo señor Marbury en un determinado momento de la historia- de que “no se puede respirar si, como muchos hacen, se desconfía en todo momento de todo el mundo”.
Hay en la novela una disposición a la ternura que acaso a algunos lectores de hoy les pueda suscitar cierto rechazo. Si esto es así, lo es porque la sensibilidad contemporánea se ha habituado a que las expresiones artísticas de nuestro tiempo le deparen todo el caudal de extravagancias, truculencias y arrebatadoras pasiones que el hombre moldeado de acuerdo al gusto dominante parece necesitar para contrarrestar su propio tedio. Sin embargo, no todo el arte ni la literatura tienen por qué pagar ese peaje. De hecho, la novela está plagada de referencias literarias y cinematográficas que desmienten esa percepción, menciones a grandes creaciones artísticas que, en última instancia, han incidido en el mismo empeño que El señor Marbury acomete: “limar la espesa corteza de los días” y salvar de su segura y completa extinción en el tiempo las sagradas “limaduras de lo cotidiano” , “los instantes despojados / en apariencia / de la gracia y de la luz”, como rezan unos versos memorables que aparecen en las primeras páginas de la obra.
En definitiva, lo que la novela de Alfonso Paredes nos ofrece resulta, en cierto sentido, la cosa más extraordinaria del mundo, dada la época que nos ha tocado vivir: el retrato de una familia feliz. Hay que estar armado de valor para hacer dicho retrato y ofrecerlo al mundo como lo que es, una reivindicación firme de la felicidad familiar, con todas sus rutinas, dramas domésticos y modestas esperanzas, sin grandes crisis espirituales, pero haciendo uso de una apreciable sensibilidad para, de entre la humilde materia de los días, dejar tallado el perfil de eso que, a veces, tanto echamos en falta en la literatura de hoy: el imprescindible heroísmo de lo cotidiano.