El cadáver de la civilización occidental está ahí, grisáceo sobre la alfombra. Toca, por tanto, jugar al Cluedo. Hay quienes sospechan que ha sido el mayordomo con el candelabro del nominalismo. Otros apuestan por el ama de llaves; lleva un tiempo comportándose de forma extraña y ha dejado de llevar la cruz que antes colgaba perenne de su cuello. De lo que nadie duda es que algo ha tenido que ver el sobrino, por heredero, por disoluto, por greñudo y sesentayochista. O puede, al fin, que acierte el refrán: entre todos la mataron y ella sola se murió.
Ahora, gracias a Homo Legens, llega a España la teoría del estadounidense R. R. Reno con El retorno de los dioses fuertes. Lo prologa Adriano Erriguel, lo traduce Pedro Mondéjar Marco y se trata de un libro perfectamente subrayable. Su hipótesis es la siguiente:
¿Cuándo? 1945.
¿Quién? Karl Popper.
¿Cómo? Con su libro La sociedad abierta y sus enemigos.
¿Por qué? Porque, según él, Occidente tenía un defecto en su matriz y sólo alumbraba hijos tiránicos. Tiranicidio pues.
Cronología de los hechos: En 1914 estalla una guerra de dimensiones considerables. En 1939 otra sin motivos para envidiar a la primera. Naturalmente, muchos se preguntan cómo hemos podido llegar a esto. Popper concluye que el problema son los dioses fuertes, las mayúsculas (Verdad, Nación, Religión) que se posesionan del hombre y lo convierten en un “monstruo moral” que se dedica a imponer sus mayúsculas convicciones. Solución: un debilitamiento general, una sangría, un empequeñecimiento, una licuefacción que nos lleve a una sociedad abierta donde nada sea y, por tanto, no haya nada por lo que pelearse.
Claro está que todo esto, aunque formulado por Popper, cuenta con otros conjurados de relumbrón: Hayek, Rawls, Weber, Camus, Vattimo… De hecho se habla del “consenso de posguerra”, un acuerdo sobre la conveniencia de castrar al hombre occidental para que gane en mansedumbre. Y por si acaso: atomizarlo y desarraigarlo. Es la única forma de garantizar la paz y la prosperidad. La grandeza es peligrosa, la verdad es peligrosa. Lo que hay que promover es una “mentalidad terapéutica”: promover “el bienestar psicológico y la adaptación social”. Psicólogos, coaching. Chapa, pintura. No mires hacia arriba. No mires hacia los lados. Mira hacia abajo. ¿Qué ves? Tus pies, ¿y no es verdad que estarían mejor con estas deportivas que puedes comprar en el siguiente enlace? Y así todos calzados y contentos.
Todos de acuerdo. Por eso la izquierda y la derecha se comportan como uno de esos matrimonios que todos creen al borde del divorcio porque en público, para el bochorno del resto de comensales, no dejan de lanzarse dardos de punta retorcida. Pero luego, en la privacidad de su casa, tienen un armónico reparto de tareas y todos los mimbres de un matrimonio duradero. La derecha se dedica a desregular la economía y a quejarse, con la esperanza de que le reconozca el esfuerzo, de lo dispendiosa que es su mujer, la izquierda, quien, a su vez, le afea la tacañería mientras reconoce para sus adentros que sin él acabaría bajo un puente. Ella, por su parte, como de números ni sabe ni quiere saber, se consagra a la desregulación de la cultura y refunfuña porque su marido es un carca; pero lo hace con la satisfacción de saber que cada día lo tiene más cerca. Llegarán a las bodas de oro, indistinguibles.
A no ser que todo cambie. Y puede cambiar. Lo apunta Reno: empieza a haber marejadilla. Cómo explicar si no que Trump, cuyo contacto hasta el diablo rehúye, haya llegado a presidente de los Estados de Unidos. Dicen los que saben que se debe a que la mitad de aquel país es despreciable y estúpida. También ha de ser sorda, de otra forma no se entiende su impermeabilidad. Serán, es otra opción, tan idiotas que ni siquiera saben encender la tele. Y claro, así no hay manera.
¿Qué pasará? Ya veremos. Igual cristaliza la dictadura de los antidictatoriales y vuelven a rechinar los adoquines de Occidente, esta vez en nombre de la diversidad. Puede incluso, por qué no, que se produzca un paulatino reverdecer de aquel common decency que añoraba Orwell. Sea como fuere, el libro de Reno no sólo da pistas, sino que pasa la mano, párrafo a párrafo, por este cristal empañado que tenemos delante.