No hay como morirse para que hablen de uno. Con el óbito de David Gistau (Madrid, 1970-2020) ocurrió lo que con tantas otras: no hay como que uno se muera para que los demás hablen de sí mismos. Demasiados -impactados y apesadumbrados por la noticia, sin duda- decían haber tocado el borde de su manto. Durante el abrumador desfile de artículos que se produjo los días que siguieron a la de David llegué a temer que alguien, arengado por los innumerables ditirambos, contara que se la había visto en los urinarios de Lucio o del Café Varela. .
David Gistau empezó joven, se bebió de un trago una larga tradición de columnistas de la Transición, cultivó su estilo -y de paso su leyenda- mirando de reojo a Camba, Chaves Nogales, Barga o Cavia y le tocó esa época en la que los articulistas respetables, como las supermodelos de los 90, eran cuatro. Su fortaleza fue invitar a los elementos culturales a cazar en el coto privado de la lírica. Era un afrancesado, no imitaba a nadie y poseía una vasta cultura. Por eso escribía bien. No se puede ser ligero, no se puede tratar de tú a tú a la ironía sin un magnífico legado cultural detrás. El suyo era caótico y desestructurado, no reglado y fruto de pasiones. No recargaba sus artículos con quince imágenes por línea porque no necesitaba ocultar que le flojeaba el concepto. Lo dominaba y cuando lo comprendió, cuando asimiló que era dueño y señor de un bagaje en el que convivían sin molestarse clásicos y cultura popular, simplificó su escritura, huyó de justificaciones. En ninguno de sus artículos despliega la cola de pavo real ni se le escapan carencias por las costuras. Antes bien muestra las que, con la humildad de un grande, cree que le hermanan con el lector, sin la necesidad de exhibir una falsa modestia que le bajase de un pedestal al que nunca se creyó aupado. Un no necesitar hacer un desguace público de habilidades y logros por no tomarse demasiado en serio.
Para “el heredero” de Umbral, que nunca trató de ser Umbral, la escritura era la consecuencia lógica de la lectura, aproximándose a ella como se aproximó al Real Madrid, a los westerns, al boxeo o a la guerra. Por intuición. Por querencia. No tuvo que comprarse una vida de escritor porque habría sido igual de feliz como mecánico de Harleys.
La columna no es el único lugar donde se ven destellos de una calidad humana que nunca sintió la necesidad de ajustar cuentas y que interiorizó aquello de Montaigne: “Haced sitio a otros como otros os lo hicieron”. Manuel Jabois cuenta en el acto de presentación del libro cómo después de insultarle en redes sociales para bancar la opinión de Arcadi Espada, David le escribió para ayudarle a publicar en El Mundo. En el prólogo de El penúltimo Negroni también se habla de cómo sufrió el fuego amigo en una de las profesiones más cainitas en un país cuyo vicio nacional es la envidia.
El penúltimo Negroni nos acerca a Gistau a los que nos alejamos en su día. No recuerdo cuando empecé a leerle pero sí, y nítidamente, cuando dejé de hacerlo. Él escribía una sección en la última página del XL Semanal y yo le leía porque era rubio, con cara de buen tipo y cachondo. Aquel día diseccionaba con escalpelo los usos y costumbres de la sociedad bonaerense en Punta del Este. El grandullón estaba pillado, probablemente de Romina Caponnetto, no he comprobado las fechas. Ni se me pasaba por la cabeza que mi fascinación –que yo pensaba de groupie de SuperPop- proviniese del talento desnudo. La ejercía la querencia, de nuevo, hacia un oficio que no entendí hasta años después.
Aquella decisión post adolescente de no leerle más me permite disfrutar hoy, como en una mañana de Reyes, de su clarividencia en la crónica política, que mantiene una vigencia inusitada, de su pluma sin aspavientos ni alharacas -cuánto se agradece que decidiera dosificar las metáforas para hacerlas brillar cuando las esgrimía- y de sus jabs desapasionados. Aprendió el oficio y se dirigía hacia un mundo mejor, la literatura. El Gistau escritor de novelas estaba a punto de caramelo; Gente que se fue y Golpes bajos quedan como meros apuntes, notas al pie de página de lo que pudo haber sido.
La selección de David Lema -periodista de El Mundo- desde la distancia emocional con Gistau no oculta su evolución, el trabajo que alicata el talento. El propio columnista se arrepentía de no haberse esforzado más en determinados momentos de su juventud, de no haber apostado más empeño por su vocación y de no haberse dejado antes de “las leches de la noche”. Todos sabemos que Gistau tuvo que ver para narrar y que se cuenta distinto lo que no se ha vivido. Necesitábamos que David viviera todas esas noches para que acabara contándonos que su película favorita era El hombre tranquilo.
Decía Vince Lombardi que el mejor momento de un hombre es aquél en el que yace exhausto y victorioso tras haberse entregado a una empresa. Sin duda, son especialmente conmovedoras -por premonitorias- sus palabras en su famoso artículo Del Martini al meconio (El Mundo, 2010) cuando explica el temor a faltarle prematuramente a su hijo, como le ocurriera a él con su padre. Pero Gistau, en aquella cama de hospital tras dos meses de coma y lesión cerebral, yacía victorioso por la vida aprovechada y los hijos “echados al mundo”. Para los lectores la desgracia es que, desde el 9 de febrero de 2020, el columnismo está peor frecuentado.