Al leer a Dos Passos tiene uno la sensación de haberlo leído antes muchas veces. El ejemplo clásico es La Colmena: una perspectiva coral, un enjambre humano compartimentado en pequeños habitáculos adyacentes, tan innovador, con desapego del narrador respecto a los protagonistas, la brillante sordidez y la ágil narración con tintes psicológicos… Pero que ya lo había hecho Dos Passos veinte años antes en Manhattan Transfer (no caeré en la indignidad de decir que Cela iba dos pasos por detrás, no se preocupen). Es uno de esos narradores que ha influido de una manera más penetrante en el estilo ajeno, sin recibir el suficiente reconocimiento por ello. Su manera de confeccionar un estilo realista, sus personajes turbios cuyos avatares se describen con frío bisturí de (falsa) indiferencia, son el pan nuestro de cada día en la narrativa contemporánea. Y él es uno de los padres del estilo posmoderno, recibiendo la antorcha de manos de un Scott Fitzgerald y compartiéndola con un Graham Greene. Pero sin la brillantina del jazz de aquel ni la moraleja a punto de confesión sacramental de este. El número uno se nos presenta como una narración en primera persona y corre por los raíles de un tema que hemos visto muchas veces después en la ficción audiovisual, a saber, los feos intestinos de la carrera electoral en E.E.U.U. Con su sencilla estructura lineal, y apenas un par de elipsis, es todo un tratado de narración sobre el asco existencial de occidente y la pérdida de fe en el ser humano que, paradójicamente, pueden ser antesala de una renovación del espíritu.
A veces comentamos los aspectos físicos de la edición, a veces no, pero en esta reedición creo que hay que hacerlo. Destacan en ella el gramaje, la sobrecubierta en papel verjurado por una cara con el diseño de un cartel electoral –con su rojo, azul y blanco obligatorios–, el cartón de la cubierta y la contra con trama de estampado de chapas electorales, en que el lema «America’s Hope» se torna en «America’s Dope» o «Pope» o «Nope», en una variación gamberra. Quiero consignar todo esto aquí porque no encuentro el crédito en ninguna parte del volumen, ni de la viñeta con un humeante puro que aparece en portadilla, portada y colofón. Impedimenta hace libros preciosos que incitan a leer, y es justo que se reconozca. Tampoco hemos encontrado erratas en primera lectura, lo que empieza, por desgracia, a ser raro en las novedades editoriales.
En cuanto a la traducción, me parece que Miguel Temprano hace un trabajo excelente, teniendo en cuenta el aspecto poético o divagatorio que adquiere a ratos la prosa de Dos Passos, en las enumeraciones descriptivas y también en esos pórticos en cursiva, de dos o tres páginas, que abren cada largo capítulo. El castellano que se utiliza es ágil, sin contorsiones, verosímil, integrando la proliferación de adjetivos –excesivos tal vez en español, pero que el traductor tiene que verter del original– y el lenguaje coloquial y las palabrotas, con gran naturalidad. Rara vez recordamos que estamos leyendo una traducción del inglés, y esto es lo mejor que se puede decir del oficio.
Como se nos dice en el texto de contracubierta, esta «ácida caricatura de la figura de Huey Long, senador del estado de Luisiana en los años 30» fue acometida tres años después de Dos Passos por Robert Penn Warren en su novela Todos los hombres del rey (1946), ganadora de un Pulitzer. Esta fue llevada al cine por Robert Rossen en 1950 con el título El político y ganó tres Óscars; hay un remake en 2006, que recupera el título original de Warren, protagonizado por Sean Penn. Como servidor no ha visto ninguna de las dos, no puede evitar pensar todo el rato en Ciudadano Kane, película estrenada dos años antes que la novela de Dos Passos. Aunque ambas traten del ascenso al poder político y social de un hombre humilde pero muy ambicioso, con todos sus trapos sucios, hay diferencias entre el Bob Kane de Orson Welles y el Homer T. Crawford de Dos Passos: este último no nos resulta admirable nunca, siempre nos parece un vendealfombras, un paleto con dotes de manipulación y un tiranuelo con ínfulas. No hay concesiones a matices o ambigüedades: Crawford es convincente en público (al menos, para los paletos sureños y los trabajadores pobres o desempleados) y despótico en privado. Trata a todos con desprecio y solo le importa su propia persona. Ahorraré al lector el tropezón de hacer analogías con la actualidad política española. Al fin y al cabo es una categoría universal y en este aspecto la novela no envejece: incluso con las diferentes realidades usamericanas e hispanas, entendemos todo el tiempo la carroña que se esconde tras los carteles electorales y la extenuante competición –mentiras, promesas, presiones, infartos– que supone una carrera política, desde sus inicios municipales hasta llegar al poder nacional. A ratos recuerda a los trepidantes entresijos y los dilemas morales retratados en Primary Colors, película que adapta una novela publicada originalmente como anónima y en la que se detalla una campaña con los Clinton. La diferencia es que en esta película, al principio, los protagonistas son atractivos para el espectador. Nos permite comprender la fascinación que lleva a alguien a enrolarse en una vorágine tal y a seguir con fidelidad perruna a un candidato. Mucho más comprensible aún en The West Wind, la formidable serie de Aaron Sorkin, porque el Presidente Barlett es casi un santo, y sus colaboradores caballeros de una tabla redonda (no en vano a La Casa Blanca de Kennedy se la llamaba «Camelot», aunque se parecía más a un burdel). El Crawford de Dos Passos anticipa más bien a Frank Underwood, el maquiavélico presidente de House of Cards interpretado por Kevin Spacey; si bien este, nacido más de medio siglo después, es más sofisticado y posmoderno.
Lo que me llama la atención después de estas consideraciones es que el protagonista, en realidad, no es Crawford sino su secretario Tyler. Él es el narrador con úlcera, dipsomanía, repugnancia por todo lo que hay a su alrededor –desencantado de su jefe, del que suponemos que estuvo encantado alguna vez–. Dos Passos sabe colocarnos muy bien en el lugar de un alcohólico cuando necesita una copa para que deje de temblarle el pulso, y sobrellevar toda la presión y la ansiedad de semejante frenesí humano. Imaginamos como hipotético actor de reparto a un desencantado Peter Lorre, que acabaría comiendose la pantalla con su anti-heroísmo trágico. El final de la trama se resuelve de manera oscura, agobiante y bastante abierta. No hay moraleja pero tampoco la impresión fatídica de que los malos triunfen siempre. Tenemos la sensación, simplemente, de que se nos ha seccionado una porción de realidad humana, como un hormiguero en plena actividad y hemos podido ver afanándose a esas pequeñas criaturas con sus movimientos y esfuerzos portentosos. Además, no carece tampoco de una breve subtrama trágico-romántica, porque Tyler está enamorado de quien no puede corresponderle. Nos acordamos aquí de aquello que decía Borges de la Divina Comedia, de la que sospechaba que era una portentosa arquitectura levantada verso a verso únicamente para que se pudiera dar ese breve encuentro entre Dante y Beatrice. Hay unas gotas de bondad, por tanto, entre tanta corrupción.
Chuck, como le dicen en la intimidad a Homer T. Crawford, tiene parlamentos de una espantoso y delicioso populismo:
«(…) lo que aprendí en la escuela dominical…, aparte de la sagrada Biblia, que es la mejor educación del mundo…, es que la gente tiene la imaginación llena de pequeñas alambradas… lo que hay que hacer cuando quieres convencer a alguien de algo es dar vueltas hasta encontrar un hueco en la alambrada… si intentas pasar por encima de un alambre de espino, acabas con un roto en los pantalones. Y te digo otra cosa que aprendí de la Biblia en la escuela dominical: los hijos de Israel tuvieron que enfrentarse a los mismos problemas que tenemos en este país, y la religión cristiana es el modo en que resolvieron esos problemas. El hombre corriente es obcecado y estrecho de miras ¿no? Tiene la mente llena de alambradas. Pero allí de donde usted y yo venimos, señor James…, en eso que los listillos de las revistas del Este llaman el Cinturón de la Biblia…, ahí la gente saca sus cercas y sus vallas precisamente de la Biblia… y con el tiempo me di cuenta de que la mejor forma de entenderse con ellos es citarles las Escrituras por su bien. Aprendí más ayudando a organizar la fiesta benéfica del viejo doctor Wiston que con todos los estudios que tantos esfuerzos me costaron después… me ha valido miles de dólares. Y una vez superadas esas cercas, es como cuando domas a un potrillo, lo puedes montar con facilidad…».
El aspecto pictórico a lo Edward Hopper, como sucede con Carver, está muy presente en la prosa de Dos Passos y nos muestra con pinceladas amplias la vasta soledad de la América profunda, ayuna de glamour:
«Al llegar a la vía del tren, volvía a desviarse, pasaba junto a los cobertizos amarillentos de un depósito de carbón, un pequeño elevador de grano y una estación de tren de ladrillos ocres comidos por el polvo. Luego rodeaba el edificio de madera de una fábrica antes de adentrarse en el barrio comercial. Una calle corta de hoteles manchados de moscas y lóbregas casas de huéspedes daba a una plaza rodeada de ferreterías y colmados de una sola planta. A la sombra de los porches de hierro corrugado delante de los escaparates, había hombres inmóviles con ropa de trabajo apoyados contra las paredes y los postes, mirando fijamente hacia delante».
Y, para concluir, la cita más larga que dejo aquí procede del último fragmento en cursiva –estos son, como dijimos, una ilación poética que enmarca y eleva la novela–, y que establece un contrapunto extrañamente whitmaniano. Como si Dos Passos, con fe izquierdista aún no debilitada, quisiera despegarse de la corrupción y bajeza narradas y ofrecer su ideal, si bien de un modo algo sombrío, en la línea de aquel «hombre invisible» de Neruda en sus Odas elementales:
«(…) o el hombre grueso con el traje de tweed marrón y el pelo gris rizado sobre las orejas que engulle una tortilla en el restaurante del Senado; o el político larguirucho de una zona ganadera que tiende la mano mientras sale por la puerta giratoria del edificio del Congreso; o el miembro de un grupo de presión que pide las copas con ojos desencajados y mejillas caídas en un salón de baile; o el taciturno ganadero que quiere vender una ternera y se abre paso en la multitud arremolinada en torno a los supermercados, los almacenes y las verdulerías de la capital del distrito un sábado por la noche, atascado en la acera por los camiones alineados, las yuntas de mulas, los coches viejos salpicados de arcilla; o el joven gallito habitual de los burdeles que saca pecho y mete barriga con un traje de baño de color azul celeste entre los chicos y chicas bronceados y tumbados en la arena un domingo soleado en la playa; o la anciana extranjera cubierta con un chal que espera con ojos enrojecidos junto a otras mujeres igual de silenciosas al otro lado de la alta valla de tela metálica a la entrada del pozo cuando se produce un accidente en la mina;
o el jefe que nos mira con ojos iracundos y los puños apoyados en su escritorio dispuesto a hacérnoslas pasar canutas;
el pueblo es todo el mundo
y un hombre solo».