Me encantan los libros inesperados. Me gusta cuando llegamos a un autor que conocemos sobre todo por un tipo de obra –infantil, policíaca, qué sé yo– y de repente descubrimos que tiene algo completamente distinto y lo leemos y es un regalo. A lo mejor hasta ese momento nos ha dejado indiferentes, no nos dice mucho. Me pasa con Tove Jansson: no es que sus libros de los Mumin no me gusten, pero la verdad es que nunca han terminado de engancharme. Sin embargo, fue comenzar El libro del verano (Siruela, 2014) y quedarme prendada. Creo que estas cosas funcionan bien porque son incursiones a terreno desconocido que nacen de la necesidad de contar algo muy importante para lo que su lenguaje habitual no les sirve. Por eso el resultado es tan fresco como un primer libro. Es cierto que Jansson escribió más allá de los Mumin –aunque en español creo que no tenemos más que este–, pero el ejemplo nos sirve porque empezó por ellos y, además, esta fue su primera novela dirigida a un público no exclusivamente infantil. 

El libro del verano narra la relación de Sofía, una niña de seis años que acaba de perder a su madre, y su abuela a lo largo de un largo verano en una diminuta isla del golfo de Finlandia. Cuando lo escribió, la madre de Jansson acababa de morir hacía muy poco y tiró de todo aquello que le era más querido. La isla en la que se desarrolla la historia es la que descubrió con su hermano Lars en los años cuarenta, y la casa la construyeron entre los dos; su familia pasó muchísimos veranos allí. Se basó en su madre para el personaje de la abuela, y en su sobrina Sofía, la hija de Lars, para el personaje de la nieta. 

Niña y abuela pasan las horas y los días en la isla recogiendo piedras o trozos de madera suave que el mar va arrastrando a la playa. Hablan, discuten, pasean, confabulan; a veces visitan otras islas cercanas. Tienen una relación muy independiente, áspera pero cálida a la vez, con un punto nórdico un poco marciano que todo el rato me producía la sensación de que la desgracia acechaba a la vuelta de la esquina. Pero no hay ningún horror esperándonos en ninguna parte; una vez que lo comprendí, pude relajarme y empezar a disfrutar de verdad. 

El tiempo pasa muy lentamente en este libro tan difícil de clasificar –otro punto a su favor–. En sus páginas no sucede nada muy señalado: la hierba se mece con la brisa del mar, la ropa está tiesa de salitre y el sol pega sobre la pintura gastada de la madera de la casa. Hay siestas bajo los arbustos, se oye el rumor de las olas en las noches sin viento y en la buhardilla se acumulan los trastos un año tras otro. Jansson pasa de la descripción a la reflexión de una forma muy natural, con una cadencia tranquila, perfecta para estos días en los que parece que estamos esperando a que suceda algo, aunque ese algo termine siendo nada más –ni nada menos– que la llegada del verano.