Esta reseña es totalmente superflua. Bastaría con decir que el libro repasa la muerte de 190 filósofos –tarjeta de crédito desenfundada– para que encuentre el tipo de lector que le conviene. Podríamos añadir que el tono es humorístico, pero ya se intuye por el título, el número de defunciones –tantas muertes y tan lejanas no pueden ser cosa seria– y el enchaquetado de la cubierta, decúbito prono y definitivo. Humor negro y amarillismo filosófico. Irresistible.
Como es natural, Simon Critchley se justifica. Blande citas de Sócrates y Cicerón e insiste en que su intención era, a semejanza de Montaigne, promover la impasibilidad ante la muerte. Puede que así sea, o que así lo pretendiera. De lo que no cabe duda es que el libro funciona a modo de memento mori. Tanto desfilar de cadáveres acaba por contagiarte cierta lividez; incluso puedes acabar considerándote ya cadáver, aún verde, aún agarrado a la rama, pero cadáver al fin y al cabo.
Resulta también aleccionador porque antes de entrar en las muertes, se detiene en su frecuente antesala, en la precalavera de la vejez. Nos invita a pasear por esas mentes palaciegas aún en pie pero desmanteladas por la decrepitud, a apreciar la sombra que dejaron los lujosos muebles, a acariciar las paredes desconchadas de las que fueron las inteligencias más brillantes de nuestra historia. En estos casos suele resultar más trágica la pérdida de la clarividencia que de la vida.
Pero todo lo anterior, aunque está, es secundario. El gancho, el verdadero reclamo de la obra, más allá de las excusas del autor, es el morbo con disculpa cultural, el reírse de lo más serio, tomar lo más grave y hacer con ello lo más leve. El libro de los filósofos muertos es, en definitiva, un compendio de doxografías sonrientes y mortuorias, una historia de la filosofía que avanza de anécdota en anécdota y de muerte en muerte como de oca en oca.
Y es estupendo que nos diga algo del pensamiento de Empédocles, pero sobre todo que se lanzó al Etna para confirmar los rumores de que se había vuelto inmortal y que, contra todo pronóstico, nada de Empédocles volviera al exterior, salvo una de sus sandalias, quemada, eructada por el volcán. O que nos explique cómo hay que entender el cinismo de Diógenes, pero sobre todo que –dicen, cuentan, rumorean– se suicidara conteniendo la respiración. Y qué decir de Petronio que se abría o cerraba las venas según su oscilante estado de ánimo. Algo así como borracheras suturadas y resacas sangrantes.
Por otro lado, tanto merodear la muerte brinda muchos ejemplos de un apresurado género de postrimería: las últimas palabras. Son dignas de mención las de Heine que, preguntado si temía al juicio, contestó: “Dios me perdonará. Es su oficio”. O las de Hegel: “Sólo un hombre me ha comprendido… Y aun creo que él no me comprendió”. Parece ser que se refería a sí mismo. Y no resulta extraño: William James confesó que sólo entendía al alemán bajo los efectos del óxido nitroso; o creía él que lo entendía, lo que supone el mayor grado de comprensión que puede alcanzarse de la elucubraciones hegelianas.
También recoge Critchley un buen número de epitafios. Como el del filósofo, poeta, escritor, naturalista, trascendentalista y fabricante de tapices Henry David Thoreau, cuya tumba lacónicamente anuncia: “Henry”. Lo cual parece un egotismo comparado con el de la vizcondesa Anne Conway, figura importante del pensamiento del XVII e introductora del concepto de “mónada”. Sufrió una conversión religiosa y murió en 1679, a los 47 años, despojada y enterrada bajo una lápida en la que sólo se lee: “Señora cuáquera”.
Y si hay últimas palabras y epitafios, también hay duelos. Sólo me referiré al de Zhuangzi, pensador chino del siglo IV a.C.. Su amigo Hui Tzu lo encontró cantando y golpeando una palangana tras la muerte de su esposa. Al preguntarle el motivo de su indecorosa actitud, recibió la siguiente respuesta:
Cuando acababa de morir, ¿crees que no sentí pena como todo el mundo? Pero me acordé de sus comienzo y de antes de que ella naciera. No sólo antes de que naciera, sino antes de que tuviera un cuerpo siquiera. No sólo antes de que tuviera un cuerpo, sino de cuando ni siquiera tenía espíritu. En medio de la confusión de la maravilla y el misterio se produjo un cambio, y ella adquirió un espíritu. Otro cambio y ella tuvo cuerpo. Otro cambio y hubo nacido. Ahora ha habido otro cambio y está muerta.
Con las hermosas palabras de Zhuangzi pasa como tantas veces con estos sabios orientales: es indudable que saben algo, pero no se sabe muy bien el qué.