En 1955, Tolkien escribió a su amigo Auden una carta en la que le relataba el origen de El Hobbit. La historia es bien conocida: un día de 1920, corrigiendo exámenes e intentando escapar de lo tedioso de la tarea, escribió sin darse cuenta la primera frase del libro: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”. Tolkien no sabía qué era un hobbit ni de dónde había salido aquella frase, pero años después la rescataría para contarle a sus hijos las aventuras de Bilbo Bolsón. Me gusta mucho pensar que este señor poco sospechoso de perder el tiempo soñaba despierto como cualquier mortal cuando le tocaba una labor aburrida, y aún más saber en qué desembocó aquel momento de distracción. “Siempre he sido incapaz de llevar a cabo lo que toca”, le confesó en una ocasión a un periodista, hablándole de cómo se veía irremediablemente atraído hacia cualquier cosa que no fuese la que tenía que estar haciendo en ese momento (por suerte para nosotros).
El Hobbit se publicó por primera vez en 1937, pero a España no llegó hasta 1982. Por si aún queda alguien que no sepa de qué va, aquí un par de líneas antes de continuar. Bilbo Bolsón es un hobbit como todos los hobbits: bajito, hogareño, de pies peludos y poca imaginación. Bilbo no tiene ningún interés en correr aventuras, pero se ve envuelto en una de todas formas, como es natural. Un día llega Gandalf, el mago, y lo lía para que ayude a 13 enanos a recuperar el tesoro que un dragón les robó hace años.
Tolkien escribió este libro poco a poco, a medida que se lo iba leyendo a sus hijos por las noches, y lo planteó como una historia dirigida a niños, algo de lo que luego se arrepintió, como le confesaría también a Auden. Le daba cierto coraje que se le hubiera pegado algo de lo que él llamaba el estilo tontorrón de los libros infantiles que había leído a lo largo de su vida. Lo lamentaba profundamente, al igual que lo lamentaban los niños inteligentes, según él. Un par de años después, en una conferencia que impartió sobre los cuentos de hadas y el papel de la fantasía en nuestras vidas, elaboraba este pensamiento con más detalle y compartía su convencimiento de que el concepto de escribir para niños no existía.
Desde luego El Hobbit no tiene ni el peso ni la gravedad de El señor de los anillos, aunque fuese la puerta a ese libro y al mundo de la Tierra Media. Es mucho más ligero, pero ese ritmo lo envuelve todo y te lleva volando desde el principio hasta el final tocando unos temas que sí son muy trascendentes: la valentía, la lealtad, el sacrificio, la amistad, el miedo, la codicia… Tolkien tiene una voz muy generosa y una mirada limpia que supone al lector inteligente, de modo que aunque el tono sea más infantil de lo que le hubiese gustado en un principio, el resultado es una maravilla.
De El Hobbit me gusta todo, pero es que encima es un libro para leer en otoño, y si es aprovechando una gripe, mejor. Así se lo leyó la Reverenda Madre de Cherwell Edge, a la que Tolkien le mandó el manuscrito muy amablemente para hacerle más leves los días en cama. Luego llegó a las manos de una antigua alumna que trabajaba en la editorial George Allen & Unwin, y de ahí a las de Rayner Unwin, el hijo del presidente, que hizo un informe de lectura fantástico. Lo que más me gusta es la seguridad con la que lo cierra, nada como tener 10 años para ver las cosas bien claras: “Este libro, con la ayuda de unos mapas, no necesita ilustraciones, está bien y debería gustar a todos los niños entre las edades de cinco y nueve”.
Por suerte, en la editorial le hicieron caso a Unwin en todo excepto en lo de las ilustraciones y se las encargaron a Tolkien, que las hizo aunque no quedó muy convencido con el resultado. Aquí no tengo más remedio que llevarle la contraria: las ilustraciones son de un delicado y de un poco pretencioso que no cabe más, y complementan al texto, tan evocador, sin distraer. Alegres, acogedoras, tienen un colorido precioso y son, de largo, las más originales de todas las que se han hecho desde entonces. Tendría que haber siempre disponible una edición de El Hobbit con las acuarelas originales de Tolkien, y no como ahora, que intentas comprar un ejemplar y lo primero que te encuentras es una edición que lleva en la portada algo que parece sospechosamente el fotograma de una de las películas de Peter Jackson.