Lo conté en otra parte pero lo repito ahora porque viene al pelo: cuando estaba dudando si pedirle matrimonio a la que ahora es mi mujer, me acerqué a mi padre en busca de consejo. Mira, hijo mío, dijo poniéndome su manaza en el brazo, hagas lo que hagas te vas a equivocar.
Ahora descubro que Kierkegaard tiene algo parecido: “Te cases o no, lo lamentarás”. Y no creo que me tire la sangre si aseguro que la formulación de mi padre es mejor. Mientras que el danés se queda en el ámbito de lo subjetivo –es natural lamentarse de esto o lo otro, especialmente si vienen mal dadas–, la de mi señor padre salta a lo objetivo: no es que tú creas que te has equivocado, sino que verdaderamente lo has hecho. Y lo mejor: el error es inevitable, consustancial a la decisión. Hagas lo que hagas no vas a acertar, así que descansa y cásate, o no te cases, haz lo que te dé la gana, pero siempre con la tranquilidad de estar cometiendo un error.
En cualquier caso, no ha sido mi primer tropiezo con Kierkegaard. Desde la adolescencia sus palabras e ideas me han parecido sugestivas y acertadas de una manera casi dolorosa. Eso sí, nunca directamente, siempre a través de otros porque yo, polluelo filosófico, trago con fruición la filosofía pero a condición de que venga regurgitada. Por eso me interesó la publicación de El filósofo del corazón: La inquieta vida de Søren Kierkegaard de la estudiosa Clare Carlisle. La biografía se anunciaba como “la primera al alcance de todos”, y ese “todos” resultaba tan prometedor, tan legible, que me hice con un ejemplar.
Y ahora que lo tengo leído puedo decir que Carlisle ha hecho un gran trabajo. Primero porque en la biografía de cualquier pensador debe estar esbozada su filosofía, más aún en el caso de Kierkegaard, cuyas ideas, si no prácticas, siempre fueron vitales, comprometedoras. Y este requisito está sobradamente cumplido. Segundo porque el danés no fue propiamente una persona que vivió, sino una que escribió. Los acontecimientos de su vida son escasos, pero siempre dejan una larga estela de tinta. Por ejemplo conoció a Regine Olsen en 1837, se comprometieron en el 40, Kierkegaard rompió el compromiso al año siguiente y luego se tiró hasta el día de su muerte, incluido, reflexionando y escribiendo sobre ello. Un hombre de digestión lenta. Aun así, su vida, y por tanto la biografía, merece el calificativo de “inquieta” porque, bajo su pellejo, bajo su cráneo, el hormigueo fue incesante.
Quiso ser el Sócrates de la cristiandad y aunque no soy quién para decir si lo consiguió, no parece que se quedara lejos. Como aquel, pensó sobre lo que significa ser hombre; pero, sobre todo, su pluma gravitó en torno a lo que significa ser cristiano y la manera de llegar a serlo con plenitud. Y es ahí donde resultó más controvertido y furibundo.
Tenía vocación de tábano y dijo y repitió que esas familias endomingadas que acudían a la iglesia o esos obispos que con elocuencia desentrañaban las Escrituras, simple y llanamente, no eran cristianos. No podían serlo porque el cristianismo había muerto. Solo quedaba el nombre de una religión que habían aguado, diluido para que diera cobertura trascendente a la moral burguesa y su prosperidad económica. Habían olvidado que la bendición divina lleva aparejada una maldición. Habían dulcificado, mundanizado la Palabra de Dios, le habían amputado el aguijón, arrancado su lengua desgarradora. Y él había recibido la misión de zarandear, de devolver el Temor y Temblor ante la mirada salvífica y terrible del Altísimo. Sería para la Copenhague de su tiempo lo que Lutero para la Europa del siglo XVI.
Y para ello, para ser el molesto e iluminado pensador que estaba llamado a ser, rompió el compromiso con Regine. Vio incompatible su misión con un matrimonio y algunos chavales correteando por los pasillos. Para él la mujer imponía al hombre “todo el sinsentido de la finitud” a través de la familia y de ese sibilino amor propio, tan femenino, que se regocija en dar vida a los demás. Nada de eso le habría permitido inmolarse en su obra ni sufrir como un cristiano debía hacerlo. Así lo pensaba y así lo hizo, pero ni un solo día dejó de torturarle la sospecha de no haber acertado.
Personalmente y con la ventaja de mirar su vida por el retrovisor, creo que acertó. Creo que, a diferencia de la mayoría de nosotros, hizo lo que exacta y dolorosamente tenía preparado Dios para él. Se tronchó para conformarse según su Voluntad. Así que, en contra de lo que piensa mi padre, no todo el mundo se equivoca, al menos él no lo hizo y esa fue su maldición.
«Rigurosa como pocas, la obra da vida a Kierkegaard con gran maestría.» «Rigurosa como pocas, la obra da vida a Kierkegaard con gran maestría.»
«Lúcida y fascinante, rescata a Kierkegaard del ámbito especializado y deja muy claro por qué es una figura tan intrigante y actual.»
«Sorprendente. Carlisle ha logrado la hazaña de escribir una biografía de Kierkegaard verdaderamente kierkegaardiana.»
«Carlisle tiene un gran talento narrativo y sabe transmitir a los lectores cómo Kierkegaard extrajo su filosofía de su propio pecho.»
«Accesible y entretenido.»