En el mapa de escenarios icónicos de las novelas de intriga –el Londres brumoso de los pioneros, los bajos fondos de California que alumbraron el hard boiled, el luminoso Mediterráneo o la Escandinavia gélida que han ganado puntos en las últimas décadas- no figura ningún destino asiático. Sin embargo, la novela negra japonesa, de estilo sobrio y minucioso, capaz de ensamblar su propia tradición milenaria con una indudable influencia occidental, es capaz de proporcionar muchas horas de felicidad a los aficionados.
Publicada por entregas en 1958, El expreso de Tokio es una de las cumbres de la literatura criminal nipona, y el mayor éxito de su autor, Seicho Matsumoto (1909-1992), prolífico escritor de un puñado de géneros que está llegando poco a poco a las librerías españolas de la mano de Libros del Asteroide.
Aunque suene a tópico, diría que la trama de la novela es precisa, limpia y prolija como una pieza de origami. Todo comienza con el hallazgo, en una desolada playa de la isla de Kyushu, de los cadáveres de un funcionario y una camarera. ¿Doble suicidio de unos amantes? El subinspector Mihara, de la Policía Metropolitana de Tokio, cree que es algo más complejo, y comenzará una investigación que le llevará de un extremo a otro del país.
Tan lograda como la arquitectura es la atmósfera, oscura y densa, plenamente japonesa, aunque al mismo tiempo muy cercana a al París de George Simenon –con quien se ha comparado mucho a Matsumoto- o a la Los Ángeles de Raymond Chandler. Los trenes, claro, son protagonistas. También los oscuros despachos de la administración pública, los restaurantes decadentes con banda sonora de cuencos y palillos o las casas rurales de la costa, donde parece llover eternamente. De fondo, los problemas sociales y políticos de un Japón que todavía no se ha recuperado del todo de la catástrofe bélica, un país en el que los viejos principios –el honor, la tradición, la cohesión familiar…- empiezan a chocar con un incipiente cosmopolitismo.
Ni idea de cómo sonará la novela leída en japonés, pero en la traducción de Marina Bornas ha quedado una prosa bella y contenida, hecha de frases cortas y sólidas, sin ningún adjetivo innecesario, ¡como si fuera tarea fácil! Mientras uno avanza por el libro, tiene la sensación de viajar en un tren con los horarios medidos al detalle –no es un juego de palabras: la puntualidad es esencial en la historia- hacia un final que no decepciona: la solución del enigma es tan sorprendente como lógica.
La novela, en suma, es ideal para zambullirse en la literatura asiática sin alejarse demasiado del estilo de los clásicos, a modo de vacaciones cortas y placenteras. Aunque puede que a algún lector le guste demasiado el Tokio oscuro de Matsumoto y quiera quedarse allí por una temporada.