Suena grandilocuente, pero si no fuera por la belleza, de qué, o a qué, incluso por qué. Escribió Oscar Wilde: “La belleza no es un mero accidente de la vida humana sino una necesidad perentoria”. Y aunque el irlandés era un esteticista con balcones a la calle, en esto no le faltaba razón. Percibir la belleza es una cosa tan propia del hombre que parece por encima de él. Aviva en nosotros esa melancolía del exiliado, como si viniéramos del paraíso pero el paraíso hubiera explotado en mil pedazos. Y a veces nos topamos con uno de esos pedazos que tilita y luego se apaga. Y entonces uno aspira profundamente y comprende algo aunque no sepa el qué. La belleza es vestigio de lo que esperamos. La belleza, tan subjetiva, tan discutida, tan negada, es la principal evidencia de que dispongo.
Y aunque parezca mentira, todo esto viene a propósito de un libro de filosofía de la ciencia: El enigma del orden natural de Francisco José Soler Gil, físico, filósofo y autor de una amplia bibliografía sobre las consecuencias filosóficas de los últimos hallazgos en el campo científico y especialmente en la cosmología. En su última criatura vuelve por sus fueros, pero esta vez se centra en el interrogante que plantea el hecho de que el cosmos esté ordenado. Y no sólo ordenado para cobijar la vida, sino también de una forma escrutable por nosotros. No sin trabajo, no sin estudio, pero podemos afinar nuestra mente para que no desentone con la música de los astros. Parece obvio hasta que se piensa: para que nuestra razón desvele los mecanismos del universo, el universo ha de ser razonable.
Para destripar el final, diré que las implicaciones de lo anterior se sopesan en un epílogo tan bueno como para zapatearse. Antes analiza las respuestas que la historia del pensamiento y las ciencias han dado a este fenómeno del mundo coordinado, rítmico, danzante. Incluso trae y rebate las teorías que sostienen que la realidad del mundo no está en el mundo, sino en nuestras cabezas; que la regularidad no es tal, sino un pegote que le añadimos para mitigar el vértigo. Gente admirable esta cuyas ideas no habrían llegado a nuestros oídos si no fuera porque el mundo las contradice.
Sin embargo, mi intención es recomendar el libro por uno sus capítulos, más concretamente el tercero. “Las ideas estéticas en la física” se titula y recoge una conferencia del autor en la Facultad de Química de la Universidad de Sevilla. La pregunta es obligada: ¿ideas estéticas? ¿En la física? ¿Acaso hay hermosura en esas fórmulas a base de letras y números volados; en el ininteligible hormigueo de las enormes pizarras; en la fría equidistancia del signo de igual? Pues parece que sí. Y como explica el autor, de una manera concluyente, incluso arrebatada.
De hecho, la relación entre ciencia y belleza es tan antigua como ambas. Por remitirnos al albor de nuestra cultura, recordemos a los pitagóricos. Su afán indagador enraizaba en el convencimiento de que el mundo estaba ordenado, que todo respondía a la misma melodía de fondo, desde la música hasta las matemáticas. Verdad y belleza, entendida esta como armonía y proporción de las partes. Y ese matrimonio, al que algunos sumaban el bien, atraviesa los siglos, se renueva con el cristianismo y alcanza la Revolución científica. Así, Kepler escribirá: “Los movimientos celestes son tan solo una inacabable canción para varias voces (percibida por el intelecto, no por el oído)”.
Y pese a las arremetidas de los siglos XVIII y XIX con su apuesta por el carácter subjetivo y a veces disonante de la belleza, la idea de lo armónico nunca llega a desaparecer del todo. Sabemos que Einstein, por ejemplo, descartaba ideas por su fealdad. En boca de su colaborador Hermann Bondi: “Estaba convencido de que la belleza era un principio rector en la búsqueda de resultados importantes en la física teórica”. Es decir, no se trata de que, al comprobar la validez de una teoría, el físico sienta una satisfacción que puede considerar como belleza a posteriori, sino que de primeras, sin entrar a verificarla por medio del cálculo, piense que algo tan bello tiene por fuerza que ser verdadero; o lo contrario: esa fórmula es tan fea que no puede corresponderse con el funcionamiento de la realidad.
El asunto, naturalmente, no se agota ahí. No basta con un patrón, con un ideal que se atisbe en ciertas combinaciones. Este mundo no es platónico ni falta que hace. Puede que haya una fuente, también una meta, de bien, belleza y verdad, pero los seres tendemos a ella de forma irregular, también libre, deficitaria y hermosa. Pero esto ya son sutilezas que un torpe profano hace parecer burdas, así que les dejo en manos de Soler Gil, que lo explica mejor, más hondo y más claro.