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Reseñas
literarias
Gabriel García Márquez

El coronel no tiene quien le escriba

por:
Carlos Marín-Blázquez
Editorial
Literatura Random House
Año de Publicación
2014
Categorías
Sinopsis
La segunda novela del maestro colombiano, una historia de injusticia y violencia. «El coronel no tiene quien le escriba» fue escrita por Gabriel García Márquez durante su estancia en París, adonde había llegado, a mediados de los cincuenta, como corresponsal de prensa y con la secreta intención de estudiar cine. El cierre del periódico para el que trabajaba le sumió en la pobreza mientras redactaba en tres versiones distintas esta excepcional novela, que luego fue rechazada por varios editores antes de su publicación. Tras el barroquismo faulkneriano de La hojarasca, esta segunda novela supone un paso hacia la ascesis, hacia la economía expresiva, y el estilo del escritor se hace más puro y transparente. Se trata también de una historia de injusticia y violencia: un viejo coronel retirado va al puerto todos los viernes a esperar la llegada de la carta oficial que responda a la justa reclamación de sus derechos por los servicios prestados a la patria. Pero la patria permanece muda...
Gabriel García Márquez

El coronel no tiene quien le escriba

Si la memoria no me juega una mala pasada, en alguna de las entrevistas que concedió le oí declarar a Gabriel García Márquez que, de entre todas sus novelas, de la que se sentía más satisfecho era de El coronel no tiene quien le escriba. No sé si estaría siendo sincero o si se trataba de una boutade con la que zanjar una cuestión que desde el punto de vista periodístico quizá encierre algún interés, pero ante la cual un escritor no puede dejar de sentirse incómodo. Ser el autor de Cien años de soledad y escoger una obra distinta a la epopeya de los Buendía para afirmar tu preferencia contiene una carga de provocación muy del estilo de los artistas que parecen estar de vuelta de todo.

Sea como fuere, la respuesta de García Márquez actuó como un revulsivo para animarme a releer una novela que, por su brevedad, más parece un cuento largo. Debo reconocer, de entrada, que no soy un admirador rendido del escritor colombiano. Por el motivo que sea, adolezco de una incapacidad congénita para que los barrocos universos de su «realismo mágico» lleguen a pulsar en mi alguna cuerda íntima. Pero el caso que nos ocupa es distinto. Hay aquí, desde el principio, un mundo destilado en su esencia más pura. Ya el título es en sí una maravilla, un endecasílabo perfecto y sugerente que preludia el tono de mansa desolación sobre el que se va a sostener la historia. Dicha historia resulta, por lo demás, del desarrollo de una anécdota mínima, el demorado compás de una espera que lleva prolongándose durante los quince años en que el coronel aguarda, con «esa paciencia de buey que tú tienes» -como le recrimina su mujer- a que llegue al fin la carta en la que el gobierno le reconozca su derecho a una pensión como veterano de guerra.

En la repetida decepción con que se salda cada visita del coronel a la oficina de correos hay un punto kafkiano. Se trata de un absurdo administrativo al que el personaje responde con una imperturbabilidad estoica. El adversario ahora no tiene rostro y se oculta en una inaccesible lejanía. Al contrario de los enemigos a los que combatió en las guerras de sus años jóvenes, nada puede contra él. Sin embargo, el coronel no se queja, no se indigna. Es de nuevo su mujer quien trata de hacerlo reaccionar, arrojándole la verdad a la cara: «Es la misma historia de siempre –le espeta-. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años». Pero el coronel, en su austero deambular por el pueblo llevando entre los brazos el gallo de pelea que ha heredado de su hijo muerto, representa otra cosa: una alegoría de la dignidad indeclinable; el hombre que al ser interrogado acerca de su costumbre de no usar sombrero, responde: «No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie».         

La trama es casi circular, un bucle de desencanto al que se van añadiendo, en cada giro, nuevos aportes de materia. Las frases son cortas, los personajes hablan en el mismo estilo sentencioso, casi oracular, con el que el narrador hilvana los pasajes. De improviso, en ciertas escenas, el ambiente adquiere una tonalidad espectral y vemos a los personajes asumir una cualidad de aparecidos: «Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces advirtió cuánto había envejecido su esposo». La relación entre ambos, entre el coronel y su esposa, con el trasfondo del hijo muerto violentamente, y cuya presencia fantasmal gravita sobre sus vidas, es sin duda el pilar que sostiene la historia.

Una historia, también, acerca del tiempo y sus desastres, y de la fidelidad a una manera de situarse frente al mundo, y de la obstinación en no claudicar. Bajo su apariencia de anciano camino de la decrepitud, el coronel alberga un espíritu tallado en granito. Pero vive también –ésa es la sospecha que nos asalta- en la linde de la desolación, en el borde mismo del desmoronamiento: «El coronel comprobó que cuarenta años de vida en común, de hambre en común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor». Y es ese debatirse entre, por un lado, una confianza casi ingenua en que las cosas siempre tienen arreglo, y los crudos embates de la realidad por el otro, lo que hace del coronel un personaje entrañable. El gallo de pelea al que se aferra para enderezar el destino al que parece abocado es un trasunto del propio coronel, del gallo luchador que fue él mismo y que, en cierto modo, aunque privado del vigor físico de antaño, no ha dejado de ser en sus setenta y cinco años de vida.

Antes del final (un final antológico, como podrá comprobar quien todavía no haya leído la obra) lo vemos retratado en un solo párrafo sublime que nos sugiere, con una exactitud asombrosa, el alcance de su determinación y de su integridad: «Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta. Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina. Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no había previsto ese contratiempo. “Tarde o temprano tiene que venir”, se dijo, y se dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar».

Lo vemos alejarse, con su proverbial tozudez, invencible en el fondo, frágil pero erguido bajo la luz de la tarde caribeña, camino de un mundo que parece haber sido creado únicamente para defraudarle.

Temática
El heroísmo de la espera.
Léelo mientras escuchas
Sones caribeños.
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