El cero y el infinito da a conocer las confesiones que los viejos bol cheviques se vieron forzados a hacer en los Juicios de Moscú. -Koestler nos legó una obra que por siempre resultará atractiva y estimulante a quienes admiren a los hombres de principios o disfruten sin más de las batallas de ideas.-.CHRISTOPHER HITCHENS..Durante las purgas estal inistas, el viejo revolucionario Nicolás Rubachof es encarcelado y som etido a tortura psicológica por el partido al que ha dedicado toda su vida. La presión que el régimen ejerce sobre él terminará por mostrarl e la ironía y la vileza de una dictadura que se cree instrumento de li beración. Publicada originalmente en 1941, El cero y el infinito es la obra maestra de Arthur Koestler, un retrato estremecedor del totalita rismo y sus mecanismos de destrucción moral...Arthur Koestler (1905-19 83) representa, con su vida y su obra, los ideales y las disidencias d el siglo XX. Siempre crítico con las superestructuras hegemónicas, cul tivó el periodismo, el ensayo, la novela y la autobiografía...Traducción de Eugenia Serrano Balanyà.Prólogo de Mario Vargas Llosa Arthur Ko estler nació en Budapest en 1905. Estudió en la Universidad de Viena a ntes de empezar a trabajar como corresponsal en Oriente Medio, Berlín y París. Durante seis años fue un miembro activo del Partido Comunista y fue capturado por el gobierno de Franco tras la caída de Málaga en la guerra civil española, donde trabajaba como corresponsal del diario inglés New Chronicle. En 1940 se instaló en Inglaterra. Enfermo de le ucemia y parkinson, se suicidó junto con su mujer en 1983, tras mostra r su ferviente creencia en el derecho a la eutanasia. Entre sus obras destacan las novelas: Los gladiadores (1939) y El cero y el infinito ( 1941); los ensayos: Reflexiones sobre la horca (1956), Los sonámbulos (1959), El espíritu de la máquina (1968) y Jano (1978), y su autobiogr afía dividida en dos volúmenes: Flecha en el azul (1952) y La escritur a invisible (1954).
Quizá uno de los episodios más asombrosos del vasto expediente de infamias que jalonan la historia del comunismo sean los juicios que se celebraron en Moscú entre agosto de 1936 y marzo de 1938. En ellos comparecieron como acusados –y a la postre fueron condenados a la pena capital- una parte significativa de la plana mayor del partido bolchevique que había protagonizado la revolución de octubre de 1917. Héroes del pueblo en un primer instante, a partir de cierto momento el dedo todopoderoso de Stalin los señaló como traidores a la causa comunista y, en consecuencia, la maquinaria estatal procedió a orquestar una inmensa farsa bajo la forma de un largo serial de juicios carentes de las mínimas garantías procesales y en los que el tristemente célebre fiscal Vishinski dibujó el perfil de los acusados en los términos más despiadados que quepa imaginarse.
Lo extraordinario del caso es que muchos de los encausados testificaron contra sí mismos. Aceptaron los cargos de sabotaje, terrorismo, conspiración para asesinar a Stalin y, hasta en los casos más extremos, llegaron a pedir que se les aplicara la pena de muerte. De esta circunstancia excepcional nace El cero y el infinito, una novela en la que su autor, Arthur Koestler, judío nacido en Hungría y militante comunista durante siete años de su vida (hasta 1938), intenta dar una explicación a la postura autoinculpatoria que adoptaron estos hombres durante los Procesos de Moscú. Para ello, sitúa en el centro de su trama a Nicolás Rubachof, un trasunto del histórico dirigente Bujarin, que en la cárcel es interrogado con el objetivo de que reconozca su culpa. Si bien en la novela aparecen pasajes del diario de Rubachof en lo que queda plasmado su pensamiento íntimo, el grueso de la historia está configurado por los interrogatorios a que de manera sucesiva lo someten los dos magistrados que preparan su juicio: primero Ivanof, un antiguo amigo, y más tarde Gletkin, un miembro del aparato del partido.
A partir de este punto, quien espere asistir a la descripción de truculentos métodos de tortura quedará defraudado. Salvo episódicos instantes de privación de sueño y poco más, al protagonista no se le somete a mayores vejaciones. En consecuencia, la carga para persuadirlo queda depositada sobre la habilidad dialéctica de los dos hombres que lo interrogan, lo que convierte la novela en un duelo de razonamientos que acaba por envolverlo todo en una cierta atmósfera abstracta. Y es que pese a lo terrible del trasfondo –está en juego la vida de un hombre-, El cero y el infinito es una novela altamente intelectual. Hay una cierta cualidad glacial en el modo en que los personajes enfrentan sus puntos de vista. Sin duda, lo que Koestler pretendía era no sólo dejar en evidencia la absoluta arbitrariedad de Stalin y su paranoia lindante con la locura, sino ofrecer un análisis profundo y minucioso acerca de la naturaleza del poder y del fracaso del dogma comunista. Confiaba el autor en que, al poner ante los ojos del lector la tenebrosa intimidad de un régimen con poder absoluto sobre las vidas y las conciencias de sus súbditos, su ficción sirviera de denuncia y, al mismo tiempo, de explicación al hecho en apariencia incomprensible de que los propios acusados acabaran admitiendo los cargos que el sistema había fabricado contra ellos.
La carencia fundamental que Koestler achaca al comunismo es que en su afán de bajar el paraíso a la Tierra acabó convirtiendo en un infierno las vidas de millones de personas. Además, como todo empeño de imponer un corpus ideológico homogéneo a la realidad compleja y multiforme, concluyó en un absurdo burocrático en el que, como ya es de sobra conocido, las consignas del régimen marchaban por un lado mientras la vida real de los ciudadanos se arrastraba por otro muy distinto. Sin embargo, los puntos de vista de las distintas partes en conflicto se hallan expuestos con el rigor y la solvencia suficientes como para evitar adscribir la novela al género panfletario. En todo momento, el autor elude incurrir en la caricatura de los personajes o de las ideas que defienden, lo que dota a sus postulados de una gravedad y un poso inquietantes.
Finalmente, lo que la obra de Koestler pone de manifiesto son las consecuencias de la conversión de una doctrina política en el sucedáneo de una fe religiosa. “Nosotros estamos haciendo de profetas sin tener don profético –escribe Rubachof en su diario-. Y, a fin de cuentas, hemos tenido que recurrir a la fe, una fe axiomática en la exactitud de nuestros propios razonamientos (…). El Número Uno tiene fe en sí mismo, es tenaz, calmoso e inquebrantable. Ha atado a su ancla el cable más solido de todos. El mío se desgastó durante los años últimos… El hecho es que ya no puedo creer en mi infalibilidad. Por eso estoy perdido”. A través de pasajes como el citado se revela la derrota del individuo por parte un sistema que, con su fanática confianza en la razón y con su defensa a ultranza de la creencia en que un fin colectivo justifica el empleo de todos los medios a su alcance, hizo de la Historia el escenario de sus crímenes masivos. En esa línea, el mismo Rubachof, el hombre al que sus camaradas se han conjurado ahora para hacerlo aparecer como un traidor, había afirmado en un momento anterior de su vida: “El Partido no se equivoca jamás. Tú y yo podemos equivocarnos. Pero el Partido, no. El Partido, camarada, es algo mucho más grande que tú y que yo y que otros mil como tú y como yo. El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia. La Historia no tiene escrúpulos ni vacilaciones (…). La Historia conoce su camino. Nunca se equivoca. El que no tiene una fe absoluta en la Historia no debe estar en las filas del Partido”.
Qué ironía que cuando ese presunto espíritu de la Historia a la que todos aquellos hombres habían divinizado acabó encarnando en un sujeto como Stalin debieran pagarlo con sus vidas. El cero y el infinito ilustra lo terrible del envite, las consecuencias fatales que esas palabras de Rubachof, llevadas hasta el extremo, acarrearon para quienes, en su soberbia y su ceguera, optaron por depositar su fe en ellas.