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Reseñas
literarias
Joël Dicker

El caso Alaska Sanders

por:
Jesús Beades
Editorial
Alfaguara
Año de Publicación
2022
Categorías
Sinopsis
«Sé lo que has hecho». Este mensaje, encontrado en el bolsillo del pantalón de Alaska Sanders, cuyo cadáver apareció el 3 de abril de 1999 al borde del lago de Mount Pleasant, una pequeña localidad de New Hampshire, es la clave de la nueva y apasionante investigación que, once años después de poner entre rejas a sus presuntos culpables, vuelve a reunir al escritor Marcus Goldman y al sargento Perry Gahalowood. En esta Ocasión contarán con la inestimable ayuda de una joven agente de policía, Lauren Donovan, empeñada en resolver la trama de secretos que se esconde tras el caso. A medida que vayan descubriendo quién era realmente Alaska Sanders, irán resurgiendo también los fantasmas del pasado y, entre ellos, especialmente el de Harry Quebert.
Joël Dicker

El caso Alaska Sanders

Si tiene usted la suerte de coincidir con alguien a quien le guste la vida casera, encerrarse un finde a leer y engordar, ignorando los cantos de sirena de los bares bulliciosos, considérese afortunado y arrójese a los fofos brazos de la molicie. Lea un rato, después del desayuno tardío. Acaricie los pies de su compañero o compañera de encierro, en el otro lado del sofá. Al rato, solicite un vermú o vaya usted por dos a la cocina. Ronronee un poco, cambie de postura, recoloque la manta. Regale un piropo porque sí, aparte de nuevo el marcapáginas –uno cuqui y estiloso de librería independiente, o el ticket del Mercadona– y sumérjase de nuevo en la callada placidez de su sábado vegetal. Para ello le recomiendo novelón gordo de los de trama, giros y enganche completo, que es el Netflix de antes. Cuando se entra en «estado de tocho», cuanto más gordo sea éste, mejor, como un cochino ibérico. Hoy les propongo El caso Alaska Sanders, del jovencísimo Joël Dicker, novela negra que sigue y evoca a su antecedente de 2013, La verdad sobre el caso Harry Quebert.

Advertencia honesta: no soy un aficionado a la novela negra, con las excepciones clásicas (Poe, Conan Doyle, Agatha Christie…). Los lectores de este género tienen normalmente un paladar muy fino y distinguen y se especializan entre nórdica, mediterránea o americana. Suelen ser lectores cultos, aunque se entreguen a los placeres de la tensión de lo irresuelto y la sorpresa. Los admiro y envidio porque suelen leer muchas horas y yo reconozco que, entre Prime Video, HBO, Netflix, algunos youtubers, mi ejercicio de la breve poesía y el amor a las tabernas, leo muchas menos horas seguidas de lo que hacía de jovencito. Por otro lado, sucede que, en cuanto abres unas de estas novelas, ya no las puedes dejar. Mis hijos claman por su almuerzo y yo sigo diciendo «unos minutos más y estoy», jugándome su custodia por el chute de trama y giro. Por esta cualidad de no experto, precisamente, espero que les interese mi impresión de este libro de quinientas ochenta y tantas páginas.

La anti-soledad

La ilustración de portada de la edición española de Alfaguara muestra un detalle –por cierto, no consignado en los créditos– de una de esas gasolineras campestres de Hopper. Nos sugiere soledad y silencio (de no estar contigo, que diría Hilario Camacho) y, sin embargo, no hay apenas un momento de silencio en este libro. Es cierto que leemos pasajes de monólogo interior, de replanteamiento existencial, recuerdos entremezclados con remordimientos sangrantes, pero resultan apenas un detalle minoritario que salpimenta el conjunto, en comparación con la continua sucesión de hechos, descubrimientos y sorpresas. La novela está trenzada de giros y giros, que sabemos ya –viendo las páginas que nos quedan por delante– que no son definitivos, y que a veces pueden llevar a cansar un poco, no por su contenido argumental, sino por su tono, sostenido e indesmayable, homogéneo. Personajes que hablan y hablan y hablan, que son lo contrario de la gasolinera hopperiana.

Flash-Back: ¿arte o necesidad?

Hubo un tiempo en que montar la trama a base de flash-backs, dando grandes saltos en el tiempo, era algo ingenioso y artístico. Me pregunto hasta qué punto no es ya algo exigido por el lector de novela negra, o al menos por el de Dicker. Al fin y al cabo, el mismo lector es consumidor del audiovisual al uso. No hay duda de que Dicker lo hace muy bien, y a veces creemos estar en Cómo conocí a vuestra madre, o Padre de familia, donde se menciona un evento pasado y de inmediato nos salta el flash-back. Pero su maestría con el salto temporal acaba exponiendo carencias cuando estos faltan. Hay un extenso tramo de la novela, como doscientas páginas, en que los flash-backs amainan y la trama en tiempo presente se vuelve más uniforme, más monótona. Cuando el narrador (escritor, trasunto del autor supuestamente) Marcus Goldman y el sargento Gahalowood conversan entre sí, se nota que el fuerte del autor no son los diálogos. Son funcionales, hacen avanzar la trama, pero a la vez son un tanto romos, faltos de naturalidad. La insistencia en el trato de cariño tosco, de aprecio viril entre ambos se hace a veces cargante, cayendo incluso en la autoparodia. Goldman le dice a su amigo «Sargento» y este a él «Escritor», y esto es repetido y repetido, subrayando los momentos en que no sucede así y Gahalowood lo llama por su nombre de pila. El fuerte de Dicker son los flash-backs, el montaje, en términos audiovisuales («edición» si preferimos el anglicismo), pero no la naturalidad en los diálogos. Aun así, uno avanza con gusto por la trama.

Qué bonito irse al pueblo

El planteamiento de un crimen en un pueblo apacible, con sus pequeños comerciantes, caminos forestales por donde la gente va a pescar, y en donde todo el mundo se conoce, es algo que nos resulta familiar y nos agrada. El entorno social de esas familias de clase media que quieren que sus hijas triunfen en concursos de belleza y sean actrices en Nueva York o Los Ángeles, también. Cierto es que lo que se pretende sórdido no acaba de serlo mucho, y lo que se pretende que sea encantador y rural, apenas se desarrolla. Mount Pleasant es como un decorado de cartón que aparece al fondo, apenas definido. Nada de Twin Peaks.

La archiconocida figura del investigador acosado por sus propios fantasmas, tan de la novela y el cine negro, aquí se desdobla en estos dos personajes amigos, cuyas vidas, tan diferentes entre sí, han sido sacudidas por el infortunio y que muestran sus dudas, zozobras y opiniones por medio de la conversación. De este modo nos ahorramos el soliloquio clásico. Aun así, la combinación entre trama policíaca y problemas personales no acaba de cuajar del todo. Cohabitan ambos mundos, como un perro y un gato en un piso, o como el agua y el aceite, sin mezclarse. El rollo sexual pasajero entre personajes no lo remedia, ni resulta especialmente excitante; antes al contrario, subraya esta división en dos aspectos paralelos.

No es Dostoievski

El caso Alaska Sanders, como digo, se lee con gusto. Pero así como un jamón nunca nos parece demasiado grande, este libro creo que hubiera sido más perfecto con trescientas páginas. El estirón del chicle de la trama, con tales retorcimientos que a veces uno ya se pierde, puede deberse a las exigencias del mundo editorial: caballo grande, ande o no ande. El público demanda extensión porque para pagar veintiséis euros uno quiere recibir cantidad, peso y volumen. Para zambullirse en un sábado de perreo y novelón, en el mar del sofá y la manta a cuadros, lo que más gusto da es ver que el libro que tenemos en el regazo no se nos va a terminar en un suspiro. El común de los mortales prefiere un novelón a un haiku. Lo humano es enrollarse, no sintetizar y adelgazar como la decoración del salón de un minimalista. Así que mi crítica no es tal. Es un éxito como novela negra, por lo mismo que no lo es en términos artísticos absolutos. El lector preferirá el gustirrinín, siempre, antes que la perfección. Al fin y al cabo, no es Dostoievski. Ni falta que le hace.

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