La primera circunnavegación del globo terráqueo es, objetivamente, una de las mayores aportaciones de España a la Historia universal. Que la Tierra es redonda ya se sabía de muy antiguo, desde Eratóstenes, que además midió su circunferencia (esa historia de que lo descubrió Colón sólo es una superchería moderna), pero nadie había demostrado empíricamente tal cosa, algo que sólo podía hacerse dando la vuelta completa al globo. Esta fue la proeza de los hombres de la nao Victoria, la única que sobrevivió de la expedición de Magallanes. Y fue una proeza española, llevada a cabo por españoles, bajo impulso español, en barcos españoles, con dinero español y bajo la dirección de un portugués -Magallanes, precisamente- que huyó de su país para ofrecer su idea a España, en unos tiempos en los que sólo se podía navegar a vela, según las estrellas y sin mapas seguros. Que lo consiguieran, aún después de mil penalidades, es simplemente alucinante. Por cierto que la idea de Magallanes -digámoslo para deshacer malentendidos- no era dar la vuelta al mundo, sino llegar a las islas de las Especies (las Molucas) atravesando el Atlántico y después el Pacífico. Que después se pusiera rumbo más al oeste, hasta completar la circunnavegación, fue fruto de la necesidad. En todo caso, ahí quedó la hazaña para la Historia.
Siendo esto así, lo lógico sería esperar que España hubiera tirado la casa por la ventana para conmemorar el medio milenio de aquella aventura formidable, que se prolongó desde agosto de 1519 hasta septiembre de 1522. Pues no: aquí incluso se llegó a ceder el protagonismo a los portugueses, lo cual dice mucho de nuestros gobernantes. Éstos parecen mucho más interesados en financiar las contorsiones guerracivilistas de la “memoria histórica”. Es verdad, no obstante, que se creó una comisión nacional, que ésta se tomó en serio el asunto gracias sobre todo al impulso de la Armada y que, en la estela de esas iniciativas, hemos podido ver libros y exposiciones que tratan de poner el acontecimiento en su sitio. Dentro de ese esfuerzo, la comisión firmó un acuerdo con el CEU para crear una cátedra Elcano. La cátedra tuvo enseguida una titular inmejorable: la historiadora María Saavedra, especialista eminente en Historia de América y, además, nieta de marino. Y todo el trabajo historiográfico que se ha acometido desde ese momento es espectacular.
¿Cómo hacer que un esfuerzo de este tipo llegue al público más numeroso posible? Porque con frecuencia las conmemoraciones de este género quedan reducidas al medio erudito. En realidad la respuesta es sólo una: con productos para todos los públicos. En un país serio, las radiotelevisiones públicas habrían acometido de oficio un proyecto. En España, no. De manera que ese aspecto han tenido que cubrirlo también los historiadores, y aquí es donde la propia María Saavedra se ha lanzado a la aventura de escribir una novela histórica: El capitán de la Victoria. La “Victoria” fue el barco superviviente de la expedición, aquel con el que Elcano y diecisiete marineros arribaron a Sanlúcar de Barrameda un 6 de septiembre de 1522. Tres años antes habían zarpado 239 hombres en cinco barcos. La brutal selección del océano diezmó a la expedición. Por el camino, accidentes, naufragios, frío, hambre, sed, enfermedades, ataques indígenas… María Saavedra cuenta algunas de esas cosas en este libro, que es una aproximación a lo que el propio Elcano habría contado si hubiera escrito sus memorias, cosa que no hizo. No lo hizo porque murió en la mar, a bordo de un barco llamado igualmente “Victoria”, en otra expedición hacia las Molucas. Y para completar la historia con un toque genial, la autora pone las últimas páginas en la pluma de otro grande de estas singladuras: Andrés de Urdaneta.
En suma, un libro interesantísimo, ameno, bien escrito, excelentemente documentado y, sobre todo, necesario. Y que vengan más.