Hay historias que tienen un latido propio. Resuena en sus páginas el pálpito de la verdad. A veces son obras de apariencia modesta, circunscritas a una trama sencilla y a unos personajes carentes de toda sofisticación, y que, sin embargo, contienen ese elemento misterioso que las hace sobrevivir al tiempo: el elemento que las convierte en arte. Uno no sabría explicar muy bien por qué, pero El camino es una de ellas. Novela de aprendizaje, novela de iniciación a la vida, Delibes halló desde la primera frase el tono que marcaría el discurrir de la historia. Recuerden: “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”.
Es un principio que anuncia el carácter retrospectivo de lo que se nos va a relatar. Daniel, el Mochuelo, la noche antes de partir a la ciudad para continuar sus estudios, rememora algunos de los momentos que hasta ese instante han marcado su vida. Daniel tiene once años y no quiere marcharse a la ciudad. Pero su padre, un humilde quesero, está empeñado en que progrese. A los ojos de Daniel, el progreso vale bien poco. La única realidad estimable es la que ha conocido allí, en su pueblo, y por su memoria desfila, en las largas horas insomnes que anteceden a su partida, el recuerdo de todos aquellos avatares que han modelado su carácter, las vidas de los habitantes del pueblo, sus pequeñas conquistas y sus dramas, el hechizo de un paisaje todavía intacto.
La mirada de Daniel, pura, incisiva, sensible a los deslumbramientos del mundo tanto como a su mezquindad y sus desengaños, ahonda en el misterio de las cosas y en la densa trama de decepciones que la mayor parte de los adultos se esfuerza en ocultar. Sin embargo, en la medida en que cada hallazgo le supone una revelación, también representa un empujón en la dirección que le expulsa del mundo irrepetible de la infancia. Los fragmentos que dan cuenta de este despertar exhalan un aliento de poesía. Así, cuando después de que su amigo el Moñigo le haya revelado el modo en que lo niños vienen al mundo, Daniel piensa en su madre, y el narrador deja constancia del cambio que se ha producido en el interior del personaje con palabras que aquilatan el despuntar de una sensibilidad distinta: “Desde entonces, miró a su madre de otra manera, desde un ángulo más humano y simple, pero más sincero y estremecido también. Era una sensación extraña la que le embargaba en su presencia; algo así como si sus pulsos palpitasen al unísono, uniformemente; una impresión de paralelismo y mutua necesidad”.
La hondura de esa mirada atraviesa todos los capítulos de la novela. La delicadeza con que se narra cada episodio, la indulgencia compasiva con que cada personaje es descrito y tratado imprimen en la obra el carácter de una profunda piedad. Sin embargo, Delibes huye de la idealización. Las flazquezas humanas se insinúan en prácticamente cada rincón de la trama. La vida en el pueblo está lejos de acomodarse al molde de un bucolismo de postal. Del egoísmo con que sus habitantes responden al cúmulo de penurias que rodean su existencia el narrador no duda en dejar constancia explícita: “La gente del valle era obstinadamente individualista. Don Ramón, el alcalde, no mentía cuando afirmaba que cada individuo del pueblo prefería morirse antes que mover un dedo en beneficio de los demás. La gente vivía aislada y sólo se preocupaba de sí misma”.
Subyace por tanto en la novela un fondo de melancolía, un residuo de escepticismo fatalista, casi barojiano, suscitado por la constatación de una doble pérdida: el arrasamiento del sentido de comunidad hasta en los enclaves más pequeños de la España rural de la época (mediados y finales de los años 40 del pasado siglo) y el final de la inocencia del protagonista. No obstante, a la voluntad de crítica social se le solapa un cierto anhelo de redención. A los fracasos y desdichas que salpican las vidas de los lugareños se les opone la frescura, entre gamberra y lírica, de esos tres muchachos todavía no corrompidos por el desánimo y la mentira, educados en el valor de la lealtad y que finalmente habrán de encararse con la muerte sin que –al contrario de lo que con toda probabilidad sucedería hoy- ningún estamento sobreprotector trate de escamotearles el encuentro con lo más dramático de la experiencia humana.
El camino se configura de ese modo como el itinerario de una educación sentimental, recia y al mismo tiempo impregnada de ternura, en la que los personajes más jóvenes se van dejando jirones de su inocencia a la vez que acusan los golpes inevitables en un proceso de evolución que habrá de conducirles hasta el umbral de la edad adulta. La dureza de los tiempos les fuerza a una maduración que en nada se parece a la patológica infantilización de nuestros días. A través de su escritura, sobria y pausada, Delibes salva el testimonio de todos esos seres cuyas voces están condenadas a acabar devoradas por el rugido implacable de la Historia. “Los grandes –dictamina en cierto momento el narrador- raramente se percatan del dolor acerbo y sutil de los pequeños”. Así es. Lo paradójico es que algunos grandes, como Delibes, lo son precisamente por haber transformado ese casi inaudible dolor de los pequeños en un canto a la dignidad intrínseca de la condición humana.