Todo atisbo de acción en «El camarero»- que no es mucha-, transcurre en un distinguido y decadente restaurante llamado The Hills. Ambientada en Oslo, se trata de una clase de restaurante en especie de extinción-pensemos en algo del estilo de Horcher en Madrid o de Maxim’s en París- tan ligado a la tradición que su anticuado protocolo ha dejado de tener sentido en el mundo millenial.
Un pianista deleita a los comensales con arpegios de Bach desde la entreplanta, la barman agita sus cocteleras para satisfacer a los paladares más exigentes. Los clientes habituales aprecian el savoir faire del chef, pero sin erigirlo en una deidad de las esferificaciones. Nadie titubea a la hora de customizar los platos a la medida de sus filias y fobias. La recargada decoración, de estilo art nouveau no ha cambiado un ápice desde 1901. Allí el tiempo permanece inmutable, tanto los muebles como el personal, que parecen haber existido casi tanto tiempo como el resto de objetos decorativos. Incluido el camarero y narrador de la novela.
Esa inmutabilidad es lo único que mantiene al camarero de una sola pieza: eso y la fila de botones de cuerno de 25 milímetros en la parte delantera de su chaqueta de lona blanca, confeccionada por una firma artesanal de camisas militares. El camarero es un manojo de nervios con un sacacorchos en un bolsillo; un neurótico, un paranoico, aunque se define a sí mismo como «sensible».
Imperturbable y feliz con su particular día de la marmota, idolatra su rutina diaria y la maneja con la precisión de un reloj suizo. Sin embargo, afronta cada imprevisto como una amenaza de bomba nuclear, la llegada 10 minutos tarde uno de sus clientes habituales desata en el camarero verdaderas crisis de ansiedad que a punto están de provocarle varios aneurismas cerebrales.
Una desazón que estalla ante la llegada inesperada de una misteriosa mujer. Todo en ella desconcierta al camarero: su pedido de espresso cuádruple, su negativa a leer un periódico mientras espera, su edad indeterminada y su lugar en el orden social y manera de actuar. “Puro libertinaje disfrazado de ascetismo”, piensa el camarero. «Una máquina generadora de celos».
La irrupción de la damisela en su vida será sólo el principio de unas tribulaciones que le sumirán en una pesadilla de desasosiego que el lector sigue con la inquietante angustia de quién espera que algo terrible pase.
El autor, el noruego Matias Faldbakken, artista antes que escritor, ha sido bautizado como el Houellebecq nórdico y comparado con Kazuo Ishiguro, Céline, Kingsley Amis o Thomas Mann. No cabe duda que consigue dibujar un retrato despiadado de la condición humana entre lo brillante y lo decadente, lo inquietante y lo absurdo que le han merecido colarse entre los finalistas del Premio Brage de 2019, el más prestigioso del país nórdico.
\\\"Un autor que descubrir, en la estela de Houellebecq o Celine.\\\"
\\\"Un tentempie muy astuto, con una ambientación y unas observaciones deliciosamente ricas.\\\"
\\\"Una novela ambiciosa, inteligente y sorprendente.\\\"
\\\"Recuerda inevitablemente al mayordomo de Lo que queda del día de Kazuo Ishiguro.\\\"
\\\"Su galería de personajes remite directamente a La montaña mágica de Thomas Mann.\\\"