¿Qué hace que un hogar se pueda llamar hogar? ¿Y quién está al cargo de esta tarea? En inglés usan el término home-maker, que, en mi opinión, es mucho más descriptivo que nuestro ama de casa. En el nombre va la misión. Y ese es el título original de esta novela, The Home-Maker, y no The Housewife, que es otro término para designar lo mismo… cuando la persona que desempeña esta labor es la mujer. Dorothy Canfield Fisher elige una palabra por encima de la otra con toda intención, porque quien lidera el hacer hogar en la mayor parte de esta novela es el protagonista.
Lester Knapp es un poeta con vocación frustrada de profesor universitario que intenta sobrellevar con resignación su trabajo gris en unos grandes almacenes. Al comienzo de la historia, en casa está su mujer, una eficiente Evangeline, la envidia de todas las integrantes de la Corporación de Damas; no hay mancha, receta o tapizado que se le resista. Lo único que se le resiste es el pequeño Stephen, con sus rabietas inexpugnables, y la personalidad de los dos mayores, con los que no consigue sintonizar. Y lo que no resiste y sí se resiente son sus nervios y su humor. De hecho, los nervios y el humor de toda la familia.
Pero un día, un accidente deja en silla de ruedas —y en casa— a Lester, y empuja a Evangeline a buscar un trabajo para poder sostenerlos a todos.
Se produce entonces un terremoto que moverá las cosas de sitio y requerirá un esfuerzo conjunto no para volver a colocarlas donde estaban sino más bien para encontrar la nueva ubicación donde encajen de manera armoniosa, sin rigideces. La educación de los hijos, el papel de la escuela y el de la familia, el reparto de los roles, la conciliación, la interdependencia, el sentido y el valor del trabajo, la crítica al consumismo y al materialismo, la riqueza de la poesía y los cuentos, y, por supuesto, la importancia de hacer hogar.
No deja de sorprender el alegato a las tareas del hogar que hace Lester frente a una vecina escandalizada al verle zurcir calcetines:
Y unas páginas más adelante, el protagonista reflexiona: «Bajo un untuoso camuflaje de caballerosidad, la sociedad se sustentaba realmente sobre el desprecio del trabajo de la mujer en la casa. Las únicas mujeres que recibían una paga —en forma de humano respeto o en forma de dinero— eran las mujeres que dejaban su tradicional labor de creación de armonía en las relaciones humanas y hacían algo auténticamente útil: comprar, vender o crear objetos materiales. Pero si algún hombre renunciaba a su personalidad para asumir la femenina tarea de procurar sacar lo mejor de los niños… ¡menuda estupidez! ¡Eso es cosa de mujeres!».
Unas afirmaciones sorprendentes; una crítica aguda, que suena a actual, aunque la novela fue publicada por primera vez hace 99 años.
En cada capítulo, la autora sigue a uno de los personajes de la historia. Este modo de construir la narración permite conocer muy bien a cada uno de ellos y apreciar detalles desde distintos ángulos; al mismo tiempo, las diferencias de tono empleadas en cada caso aportan mucho color a la novela: no es lo mismo cuando nos situamos sobre el hombro de la vecina cotilla que cuando nos enternecemos viéndolo todo desde la altura de Stephen.
Lo único que se echa de menos en esta historia es conocer más del interior de Evangeline, saber si ella es capaz de encontrar en las nuevas circunstancias un nuevo modo de ser madre, distinto del guion que había seguido hasta el momento… Y, en la misma línea, se me hacen escasas las referencias a cómo el cambio les afecta en su relación matrimonial.
Aun así, esto se suple con la profundidad de Lester y, en especial, con las escenas protagonizadas por él y cada uno de los hijos, que poseen una fuerza que te atrapa y te sacude por dentro sin remedio. Los periplos de Evangeline en su aventura profesional se siguen con interés pero lo que realmente constituye una epopeya es lo que pasa entre las cuatro paredes de los Knapp, donde los progenitores son insustituibles, como expresa Lester en uno de sus descubrimientos vitales: «En teoría, quizá pudiera uno —si tenía mucha suerte, aunque era altamente improbable—, pagando una buena cantidad de dinero, contratar algo de inteligencia, la inteligencia suficiente para proporcionarles un buen cuidado material. Pero jamás podría uno contratar inteligencia agudizada por el amor. Dicho de otro modo: uno no podía contratar un padre. Y los niños sin padres estaban huérfanos».