Para pactar con el diablo hace falta una indudable grandeza, aunque sea en el sentido maldito y abisal. Hay que ser majestuoso y terrible como una fosa oceánica. El diablo solo escoge a los mejores y desprecia la mediocridad porque no le sabe a nada. Así las cosas, para salvar el alma aunque sea a costa de perder el mundo, más nos vale ser mediocres, que de nosotros se pueda decir que somos «tan solo corrientes y soportables pecadores, a los que, como tales, cordialmente desdeño y sinceramente envidio».
No son estas palabras del maligno, sino de uno que pactó con él: Adrian Leverkühn, ficticio compositor alemán de principios del siglo XX y protagonista de la novela Doktor Faustus (1947) de Thomas Mann. Y con lo de «ficticio» debe haber varias personas revolviéndose en su tumba. En primer lugar, el filósofo Friedrich Nietzsche y el músico Hugo Wolf, ya que no son pocos los elementos que se toman de sus respectivas biografías, algo nada extraño, habida cuenta de lo poco escrupuloso que era Mann a la hora del corta y pega. Pensaba que lo publicado, como los parques o las aceras, es de todos. Otro que impugnaría mi afirmación, y que de hecho protestó en vida, sería Arnold Schönberg, creador de la música dodecafónica y del cual Mann tomó las líneas de la revolución artística de su protagonista. Schönberg se quejó de no aparecer citado en la novela, a lo que Mann respondió mandándole un ejemplar dedicado al «propiamente dicho». Y para que no cupiera duda de su buena intención, le envió, también, «un devoto saludo».
La historia de Leverkühn nos llega en boca Serenus Zeitblom, amigo desde la infancia y merecedor de un tuteo que Adrian, por su frialdad, ensimismamiento y despreocupación por prácticamente la totalidad de sus semejantes, no prodigó. En el momento de la escritura, el tal Serenus se encuentra apartado de la docencia por su oposición al nazismo y presenciando los coletazos de la II Guerra Mundial. Escribe en el epílogo: «Un hombre viejo, encorvado, deshecho casi por los horrores de la época en que escribió y por aquellos que son objeto de su narración». El descenso a los infiernos de Leverkühn en los años 20 se combina con el descenso del III Reich en los 40, lo que aprovecha el novelista para introducir las reflexiones de un alemán que mantuvo, dolorido, la clarividencia y la sensatez.
Si bien en Doktor Faustus podemos encontrar una multitud de temas, desde la ya comentada problemática germana hasta el luteranismo y su relación con el cuerpo y la redención, todo gravita en torno a la tragedia de Leverkühn y su fáustico anhelo de alcanzar la cumbre renovada del arte. Son varios los pasajes en que el protagonista liga la genialidad primero con la enfermedad («el genio no es otra cosa que una energía vital profundamente vinculada a la enfermedad y que en ella encuentra la fuente de sus manifestaciones creadoras») y después, una vez consumado el pacto, directamente con Lucifer: «Porque siempre pensé que quien no arriesga no gana y que hay que rendir homenaje al diablo porque es el único que hoy puede dar aliento a grandes obras y empresas».
Los mimbres para la condenación de Leverkühn estaban por supuesto en su temperamento, pero también en su convicción de que la música, sobre todo tras el vendaval beethoveniano, había llegado a un callejón sin salida. De modo que le pareció necesario y conveniente el sacrificio de su alma para el progreso de una de las mayores obras del espíritu. Para un lector profano, son más comprensibles los pasajes sobre el descenso del alma que aquellos que describen el ascenso del arte, entre otras cosas porque la música es la disciplina artística más abstracta e intelectual, o como se dice en la novela, la más ascética. Ahora bien, cualquier aridez en ese sentido no debe ser achacada a Thomas Mann, al menos no directamente, ya que se dedicó a trasplantar –sin cita, desde luego, ni que esto fuera un ensayo– fragmentos de obras inéditas que Theodor W. Adorno le había hecho llegar, tanto de lo que luego sería la Filosofía de la Nueva Música como de El estilo de madurez en Beethoven. Hay que decir, no obstante, que el expoliado quedó más contento que unas castañuelas, al fin y al cabo suponía el reconocimiento de una vaca sagrada.
El propio Adorno, con su afirmación de que la poesía no podía ser la misma tras el horror de Auschwitz, da la clave de la última obra de Leverkühn, Lamento del Doktor Faustus, obra cumbre del compositor que, al final, por una cosa y por otra, nadie escucha. Típicamente diabólico: te concedo la creación de algo inigualable que, sin embargo, jamás será escuchado. Este Lamento era, según Leverkühn, un «Himno a la Tristeza», la respuesta desesperanzada, desconsolada y tenebrosa a La Novela Sinfonía de Beethoven, su reverso, el rechazo de lo que esta tenía de bueno y de noble: « Ahora no puede salir de nuestras almas otro canto que el lamento del hijo del infierno, ensanchándose desde su fuente individual hasta abarcar la inmensidad del cosmos —el más espantoso de los lamentos humanos y divinos que haya jamás resonado en el mundo».
Y quizá pueda traerse aquí uno de los escolios de Gómez Dávila, aquel en que decía que la grandeza artística se consigue mojando en tinta infernal la pluma arrancada al remo de un ángel. El problema es que en este caso se trata de la pluma no ya de un ángel, sino de un ángel caído, es más, del Ángel Caído, y eso hace que, tanto por parte de la pluma como por parte de la tinta, todo sea negrura. Eso sí, una negrura exquisita.