En poco más de doscientas páginas se puede contar una historia inmensa. Dos seres y un paisaje. Dos seres, un padre y su hijo, todavía en la niñez, vagando por un paisaje apocalíptico. Condenados a moverse sin tregua por una geografía devastada, esquilmada, cenicienta, bajo una perpetua luz de herrumbre. Dos seres a la deriva, famélicos, sucios, exhaustos. Siempre en el filo mismo de la desesperación, asediados por una atmósfera de fatalidad en la que, a cada recodo del camino, sentimos acechar peligros innombrables.
La carretera es un viaje al centro del horror y a la vez representa una inmersión alucinada en lo más escondido y tortuoso del alma humana. Pero al contrario que en las historias clásicas, aquí el héroe carece de destino. No hay un punto al que llegar, sólo el ansia de sobrevivir otro día. Contra el fondo de una hostilidad extrema, se recorta el perfil de los protagonistas: la erizada dureza del padre, suavizada no obstante por vocación sagrada de proteger a su hijo; la piedad del muchacho, último custodio de una mirada enternecida sobre la vasta debacle que le rodea.
“Cada cual un mundo entero para el otro”, escribe el narrador. Porque en mitad de la devastación, La carretera es una historia de amor como seguramente no se hayan escrito muchas en nuestros días. El laconismo de los diálogos acota los límites de la relación: “Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea”. Cargar el uno con el otro, reavivar en esa mutua determinación el desvanecido hálito de una esperanza que les impulse a ambos a seguir arrastrándose por el mundo. No sólo sobrevivir, sino hacerlo preservando un rescoldo de humanidad que alumbre y dé sentido a su designio.
Produce un estremecimiento de la sensibilidad la hiriente pureza del estilo de Cormac MacCarthy. Hay algo bíblico en la concisa descripción de los ambientes, en la minuciosidad demorada y sombría de esas visiones sin aliento. Y hay un punto de tragedia griega en la fatalidad con que, página tras página, vemos encaminarse a los personajes hacia un desenlace que, pese a la obstinación de la evidencias, preferimos ignorar. Por lo demás, no necesitamos saber qué ha sucedido para que la civilización entera se haya ido al traste, no nos apremia esa curiosidad. De algún modo, como hijos que somos de nuestro tiempo, en ningún momento dejamos de reconocer en esta soberbia novela la realidad de un contexto tan aterrador como irrenunciablemente familiar.
Lo que este peregrinaje hasta los confines de la hecatombe simboliza es la materialización de una pesadilla que reconocemos como nuestra. Es un vagar sin objeto en un mundo que ha extraviado la esperanza. Pero de sus páginas se deduce también –y es ahí donde la novela se abre a una dimensión moral- el reverso de ese naufragio hipnótico: la heroica salvaguarda de una porción de ternura y bondad en el interior de los seres que transportan el fuego.
Una de las mejores novelas de McCarthy, proba blemente su obra más conmovedora y personal.»