Cuando se reseña un libro de un poeta septuagenario, una de tres: o es un libro más, enésima vuelta de tuerca a lo mismo (los últimos de d’Ors o Luis Alberto de Cuenca); o nos vemos en la penosa situación de señalar al rey desnudo (como en el caso del último libro de Benedetti, qué bochorno); o es la coronación de toda una obra, una culminación, el resumen de una trayectoria cumplida, como el caso que nos ocupa. Sabemos, no obstante, que Miguel Florián (Toledo, 1953) tiene entre manos, si no terminado ya, un nuevo poemario, el último aquí antologado, que se titula Los gatos de Estambul. Los poetas escribimos toda la vida, y sospecho que incluso más allá. Este Cuerpo nombrado es una amplia antología, así que reseñarla supone valorar una obra, dar un dictamen sobre un poeta al completo; imaginarán que uno no se mete en semejante charco si no es porque admira mucho al autor, como sucede aquí.
«El romanticismo manejado con disciplina es la más hermosa clase de belleza que existe», dijo el pianista (que no el saxofonista) Bill Evans, y Miguel d’Ors lo recordaba en el pórtico de su libro La música extremada. Desde luego, para d’Ors era una declaración de intenciones, o un reconocimiento a posteriori de su poética, ya desarrollada durante años. Poesía con un corazón romántico, no analítico ni «metafísico» (signifique esto lo que signifique), sino pasional, con una visión nostálgica, un amor hacia el mundo que uno ve deslizarse hacia el abismo y la muerte. Pero poesía formalmente clásica, serena, equilibrada, basada en una discreta regularidad y medida. Esta vendría a ser la fórmula, si echamos la vista atrás, de la mejor poesía de los últimos cuarenta años en España. Miguel Florián es un notable exponente de ello. También lo es en un aspecto primordial: su vuelta hacia la infancia como territorio sagrado. Escribió Dylan Thomas: «La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo». Estas palabras las trae a colación Carlos Rodríguez Estacio, que firma una semblanza de Florián en el arranque del volumen. Alude así a «un contacto permanente y afectuoso con
el niño que se fue (del verbo ser y del verbo ir)» en la obra de Florián, y esta veta de retorno al origen, con su prístina belleza inagotable, apenas tiene excepciones en la mejor lírica española reciente. Quizá Javier Salvago, que es un poeta principalmente de la adolescencia, o Luis Alberto de Cuenca, que de la infancia sólo rescata los tebeos. Es el caso de Florián el mismo que el de Chesterton delante del teatro de marionetas o Stevenson ante un mapa de la Isla del Tesoro. Donde está el tesoro, está el corazón, parecen decirnos sus versos más evocadores. Francisco Martínez Cuadrado lo señala también en su estudio preliminar: «En buena medida, la poesía de Miguel Florián es la búsqueda de “aquella blanca luz abandonada”. El poeta persigue su reflejo en las personas y en las cosas, en los recuerdos, y cuando la halla se entrega extasiado a su contemplación y procura retenerla entre sus versos». Este retener es un ejercicio, en el fondo, conservador. El poeta quiere preservar lo que es valioso, el oro y la plata de entre la grava y el fango de los días, y para ello todo lo transmuta en poema. Este estudio de Martínez Cuadrado es un buen resumen de la antología, y va libro a libro analizando, de un modo ágil y compendioso, la entera trayectoria poética de Florián.
Sostiene Martínez Cuadrado que la poesía de Florián tiene una cesura, un cambio perceptible a partir de su libro Mar último (2000), a partir del cual cada vez estará la muerte más presente en sus versos. Aun así, el tono de su poesía oscila entre una celebración serena del existir, agradecida pero que no llega a lo hímnico, por un lado; y una vibración, más que una poética, de tono grave, de aceptación no del todo conforme de nuestro destino mortal:
Náufragos todos bajo
idéntico aguacero, peregrinos del sueño,
creciendo sobre el pecho del tiempo, sosteniéndonos
sobre la mano incierta de un dios que nos ignora
(De «Lluvia». Lluvias, 1995).
El cuerpo, la mujer, son elementos de gran importancia en su poética; a veces en su filo de sombra, de misterio opresivo:
Lo mismo que una muerte me pesa la memoria.
No puedo con el río de espejos donde habitas,
ni con tus huesos de lava que se expande.
Nada falta en tu cuerpo de mapas abisales,
ni el aullido del perro en las pupilas,
ni la línea quebrada de los párpados,
ni muérdagos, ni el tacto
que separa los mares de tus costas.
(De «Hembra lunar». Los días y los pájaros,1996).
A veces de un modo luminoso, esperanzado:
Me decías, la luz. Y eras tú la luz misma
creciendo de los labios hasta anegar el mundo.
(De «Mujer en el espejo». Memoria común, 1998).
Llegamos, sí, a Mar último, y todo este vaivén entre la luz y la sombra se decanta hacia el filo de la oscuridad, quizá como una manifestación de la crisis de la edad (los poetas también somos personas), que empieza a ver ya las orejas al lobo y no le acaba de gustar la sospecha de que nada tenga un sentido:
El dolor
no de la carne, de algo más atrás de la carne,
como de musgo y liquen, de raíz o vacío
habitando en el aire. Me duelen las palabras
en su secreto, mudas, a punto de nombrar.
Hasta dónde el dolor, su incomprensible nudo.
(De «Dolor». Mar último, 2000).
Aun así, cuando evoca la edad de la inocencia, cuando visita con la memoria la infancia (¿o es algo más que la memoria lo que nos sucede a veces en estos viajes al pasado?), se abre una grieta de luz sobre su conciencia:
Es mediodía intacto,
lleno de luz, sin fecha. Es dulce este momento
sin dios, sin esperanza. No necesito nada,
suficiente me alzo sobre este instante limpio,
de cristal, en la entraña del pino y del manzano,
como un dios que en sus labios pronuncia el universo.
«Canción de cuna», poema de Habitación 338 y otros poemas, supone una cumbre en su obra, de lirismo, contención y ternura, cuyo tramo final no me resisto a transcribir aquí:
La noche impenetrable: piedra, miedo.
Y tú debes dormir, mientras te hundes
como azogue en mi piel, y trazas los regatos
que dan a un mar que desconozco.
Pero la noche es mía, y el agua de otra lluvia.
Duerme, es silencio solo, es mudez de la piedra,
es miedo nada más, es soledad, tiniebla.
Duerme, deja la noche caer sobre mis hombros.
En Reparto de sombras (2005) hay un poema sobre una jacaranda en que se produce una mágica superposición de tiempos: lo que sucedió sigue sucediendo, como en la obra de madurez de un Eloy Sanchez Rosillo, o un José Julio Cabanillas:
Tiembla la jacaranda en el recuerdo
con esta misma brisa, y de sus ramas
llueven flores azules
iguales a estas flores que recojo.
En el poema «Perséfone» (Perséfone, Perséfone, 2017) el poeta espera, casi ruega, una claridad que, como cantaba Claudio Rodríguez, siempre viene del cielo:
Alzamos la mirada
aguardando una dádiva, el agua nueva,
la chispa de otra llama,
el tiempo renovado en las pupilas…
Por último, en un fragmento del inédito Los gatos de Estambul (2022), nos situamos, en este ir y venir de la vida a la muerte, esperando con calma nuestro tránsito, la mano que nos tome y nos haga cruzar la laguna. Hay una serenidad en la dicción, hermana de aquella de los primeros libros, pero que ha recorrido una vida, un mundo, y que nos habla con voz calmada y sin resentimiento. ¿Y acaso esa actitud no tiene ya algo de secreta esperanza?:
La luz horizontal,
lejana, que se pierde.
Nuestros muertos lejanos,
los muertos venideros
cobijados en las ondas del mar,
llenando nuestros ojos de cristales,
de barcos, de algas, de gaviotas.
(Hablo ahora que me es posible hablar
antes de aquel silencio).