Escribo esto repantigado en un sillón mullido de un gran centro comercial. Ni siquiera consumiendo en una cafetería, sino en un asiento de los que ponen cada ciertos metros para que la gente descanse los pies y así seguir consumiendo a gusto. A mi alrededor, pasan parejas en bermudas –fuera de este aire acondicionado es casi agosto en Sevilla–, ambos con los brazos tatuados, sobacos a la vista, bebiendo de vasos enormes con pajita de cartón –¡el plástico asesina el planeta!– y portando bolsas de tiendas de deporte (aunque no hagan deporte). Sé que a José Luis García Martín le encantan estos centros comerciales, de colorinchis, que los exquisitos califican como «sin alma», porque le ayudan a concentrarse en su libro con café con leche. A mí me pasa igual, si voy sin prisa. Alzo la vista por los luminosos pasillos de colores ácidos y pienso en cómo se sentiría aquí Stefan Zweig. Si lo resucitaran en Brasil y lo trajeran en un Delorean a este futuro desde su «mundo de ayer», diciéndole «Mira, Stefan, los nazis al final perdieron y ha triunfado Occidente. Aquí tienes el capitalismo y la libertad, ochenta años después», lo mismo se volvía a suicidar. El contraste entre los rutilantes cafés vieneses y los Starbucks, entre las candilejas y los fluorescentes y neones, entre la elegancia de las damas y las cajeras mascachicles con pírsin… Cierro por fin sus Cuentos Completos, tremendo ladrillo editado por Páginas de Espuma, y es como haber viajado a otro planeta.
Decíamos ayer que Zweig es un gran autor menor. Leyéndole, se nota que él lo sabía y tuvo la humildad de no fingir lo contrario. Fue siempre un admirador de los grandes del pensamiento, la Literatura, el Arte, y a su sombra escribió una obra muy interesante, sobre todo como retrato de una época. El mundo de ayer es el gran testimonio melancólico de una Europa a punto de ser devorada por la Bestia de dos cabezas, el totalitarismo nazi, letal pero más breve, y el comunista, que aún colea un siglo largo después. Ante la inminente barbarie, opuso la cultura y la sensibilidad artística, y escribió perfiles de grandes autores, nunca con frío academicismo, siempre con devoción. En su obra de ficción narrativa –algunos cuentos, otros novelas cortas– plasmó Zweig sus obsesiones dominantes, y sus ideas. Son textos que se leen con gusto, y en los que claramente se advierte cuándo nos está transmitiendo una opinión o un juicio, una moraleja o una metáfora vital. Pero son atractivos para el lector, siempre apetece seguir leyendo y sentimos simpatía por los protagonistas de sus historias. De este volumen, hay textos muy conocidos (Mendel, el de los libros, Novela de ajedrez) y otros menos, pero en todos está el Zweig apasionado, observador, que describe con detalle personajes y caracteres. Es una narrativa la suya con clara presencia del narrador, a veces omnisciente, a veces primera persona y protagonista, en la que no hay inconveniente en dejar clara las posturas del yo narrativo ante controversias morales o personales. Como no podemos evitar saber lo que ya sabemos, contemplamos retrospectivamente algunas obsesiones y temblores del ánimo del autor-narrador a la luz del triste final del matrimonio Zweig. Es como si siempre hubiera estado escrito, como si su dinámica de exaltación y abatimiento (hoy diríamos «bipolar») lo estuviera llevando por largos caminos hacia el bosque oscuro de su final, al margen del triunfo de los nazis en la II Guerra.
Llama la atención la presencia en su obra de una fuerte exaltación sexual, y la incidencia en la represión, los obstáculos, el retorcimiento de los acontecimientos de índole erótica. Al lector novel le podrá sorprender la gran actualidad, o modernidad, de la postura de Zweig frente a la relaciones sexuales, y en particular a las homosexuales. No diré en en qué cuento en concreto, para no chafar la sorpresa al lector. Este mundo de ayer que arrasó la guerra también fue así. La relación con un grupo de hermanas, tan Woody Allen, en Historia en el ocaso (o en la penumbra, en otras ediciones), extrema la descripción de ansiedades del corazón y de la bragueta, que todo el que haya vivido un poco comprenderá bien. El mecanismo narrativo a veces sencillo, con un solo giro de trama al final, como a menudo sucede con los relatos, a diferencia de las novelas, pero aquí no parece importar mucho, porque el recorrido, la cadencia que nos lleva como de la mano, es lo que importa. En Miedo (Angustia en otras ediciones) vemos una historia de adulterio y chantajes, con giro final, cuyo evidente moralina la perdonamos por lo subyugante de la acción y la ansiedad de la protagonista. También recuerda a Allen en Delitos y faltas.
En Confusión de los sentimientos leemos:
«(…) así, yo, que había empleado mi vida en representar a otros hombres desde la perspectiva de su obra y hacer visible el contexto espiritual de su mundo, me di cuenta una vez más en mi propia experiencia hasta qué punto permanece impenetrable en cada destino el núcleo esencial, la célula plástica, de la que brota todo crecimiento. Vivimos miríadas de segundos, y siempre será un segundo, un solo segundo, el que ponga en movimiento todo nuestro mundo interior, el segundo (que describe Stendhal) en el que la flor interior, alimentada ya con todos los extractos, se precipita fulminantemente en una cristalización; un segundo mágico, parecido al de la concepción y como ella escondido en la cálida intimidad de la propia vida, invisible, intocable, insensible, únicamente misterio vivido».
Aquí se presenta un núcleo de la vida-obra de Zweig: comprender el fenómeno creador. Casi se está definiendo a sí mismo con pasmosa modestia: «yo, que había empleado mi vida en representar a otros hombres desde la perspectiva de su obra y hacer visible el contexto espiritual de su mundo». Cuando decimos que Zweig es un gran autor menor (que no juega en la liga de Dostoievski, ni Dickens, ni Bécquer), algunas personas se enojan. Pero decir de algo que no es sublime, no significa decir que no es bueno, o grande. Zweig se sitúa ante el fenómeno del genio, como un Salieri ante Mozart, pero el Salieri real, no el de Milos Forman. En él sólo hay admiración y deleite.
«Nunca había oído hablar a un hombre con tanto entusiasmo y con tanto arrebato genuino; por primera vez me hallé ante lo que los latinos llaman raptus, el impulso que lleva a un ser humano más allá de sí mismo: no hablaban unos labios apasionados para sí mismos, ni tampoco para los demás, de ellos brotaba el fuego de un hombre que arde desde dentro. Nunca había vivido nada parecido, el discurso como éxtasis, la pasión de la palabra como acontecimiento elemental, y este fenómeno desconocido me conmocionó». (Confusión de los sentimientos).
Pero lo que más predomina en su narrativa es su amor total por la lectura, por el conocimiento y la creación literaria, que es por lo que considero que leer a este autor es tan vivificante. Zweig fue un coleccionista de originales y manuscritos, así como de partituras, grabados y dibujos. En La colección invisible. Un episodio de la inflación alemana, concluye un párrafo así: «tuve que pensar una vez más en la vieja y certera frase (creo que es de Goethe): «Los coleccionistas son gente dichosa»». Aparte de ese relato, escribió Mendel, el de los libros, que parece compendiar su amor por estos objetos misteriosos y sagrados con la nostálgica despedida de ese «mundo de ayer»:
«En Jakob Mendel, ese pequeño librero de viejo de Galitzia, vi por primera vez en mi juventud el gran misterio de la concentración absoluta, que hace al artista y al erudito, al verdadero sabio y al loco rematado, esas dicha y desdicha trágicas de la obsesión absoluta».
En este mundo de mindfulness y cursos online para canalizar nuestra atención, maltrecha a base de Tik-Tok y Netflix, volvamos los ojos a Zweig, a quien este asunto preocupó no poco. No es de extrañar, teniendo en cuenta que fue un hombre de múltiples intereses y amores, y en eso le entiendo muy bien. El deseo de dedicarse en cuerpo y alma a una sola actividad es de difícil conciliación con la diversidad creativa y con el minucioso coleccionismo. Ese desgarro entre amar muchas cosas y desear centrarse en una sola lo expresa por todas partes en su narrativa:
«Toda mi vida me han intrigado los monomaníacos, las personas obsesionadas por una sola idea, pues cuanto más se limita uno, más se acerca por otro lado al infinito; son precisamente estos seres en apariencia fuera del mundo los que, como termitas, saben construir en su ámbito una imagen reducida del mundo». (Novela de ajedrez).
«Gracias a él me acerqué por primera vez al gran secreto de que todo lo extraordinario e indomable de nuestra existencia se plasma únicamente por la concentración interior, por una sublime monomanía emparentada sagradamente con la locura. Que una vida pura en el espíritu, la total abstracción en una sola idea, podía producirse también hoy, un ensimismamiento no inferior al del yogui hindú o al del monje medieval en su celda, y producirse en un café con iluminación eléctrica y junto a una cabina telefónica». (Mendel, el de los libros).
Lo que para Zweig era «un café con iluminación eléctrica y junto a una cabina telefónica» es hoy nuestro centro comercial con reguetón y móviles por doquier. Aquí también podemos vibrar con la gran Literatura, a la que Zweig sirvió toda la vida, desde la Viena de su juventud feliz hasta el terrible final en Petrópolis. Dios lo tenga en su gloria.