Hay libros que no pueden ser recomendados. Te pirran, pero sabes que la mayoría de tus semejantes lo hojearían y luego te lo devolverían apuntando a la cabeza. Me pasa, por ejemplo, con las cosas –no encuentro ningún sustantivo más ajustado– que escribió David Markson. Esas nadas tumultuosas que construía me absorben. No las entiendo y me encantan.Ahora bien, a lo sumo me oirán preguntar “¿has leído a Markson?”, pero jamás decir “deberías leer a Markson”. A ese tipo de autores hay que llegar por casualidad y quedarse por voluntad propia.
Algo semejante, aunque en menor medida, sucede con Bohumil Hrabal, a quien ya trajimos a propósito de su novela Yo serví al rey de Inglaterra (1982). Su estilo es tan radical y fiel a sí mismo, que la reacción del lector rara vez es tibia; o a muerte con él, o el checo a los perros. Y ese estilo tan peculiar estuvo definido desde el principio, como demuestra la novela que traemos hoy, Clases de baile para mayores, publicada por primera vez en 1964.
La novela –si es que podemos considerarla novela– se centra en la historia –si es que es una historia lo que se nos cuenta– de Pepin, tío y “musa” de Hrabal. A diferencia de Juan Rulfo, al que se le murió el tío y se le agotaron las historias, Hrabal siguió un buen puñado de años escribiendo un sinfín de páginas de la misma alocada manera, pues, aunque ya no estaba Pepin, era la misma sangre de fauno la que irrigaba a su sobrino.
Como decíamos, Pepin toma la palabra y, en un único párrafo de cien páginas, suelta los recuerdos tal como se van presentando en su brumoso entendimiento. El libro es una verborrea caótica en la que las ideas y anécdotas se encadenan según unas reglas de asociación imposibles de discernir. En otras palabras, es como si un borracho consiguiera acorralarte en un bar y, agarrándote del brazo como un águila, se dedicara a partirte la oreja hasta que encendieran las luces.
Y si bien de primeras el plan no parece apetecible, acaba resultando una fiesta. Eso sí, una fiesta desmadrada y dionisiaca en la que se bebe como si no hubiera un mañana y donde unas veces se ríe por no llorar y otras se llora de tanto reír. Como se narra desde la vejez, los recuerdos más abundantes corresponden a la juventud: “Tenía veintiún años y tanta energía, que con ella se hubiera podido iluminar toda Praga durante toda una semana”.
Y llevado por el recuerdo de aquel exceso de vitalidad, Pepin salta, sobre todo, de una mujer a otra. Son infinidad de ellas las que desfilan por la mente calenturienta y melancólica del narrador; y mujeres jóvenes, que aquí no hemos venido a hablar de amor, sino de carne florida y veinteañera. Y entre mujer y mujer, se abren hueco otros personajes que, aunque apenas esbozados por lo invertebrado del discurso, resultan inolvidables; como ese sacerdote colérico que hacía dilucidar la Trinidad a golpes y que “una vez dejó el cáliz y se lio a bofetones con los monaguillos, y luego continuó con la misa como si nada”.
Por supuesto, la cascada de bocetos, ocurrencias y anécdotas cae del lado de lo delirante; de hecho se queda a un palmo de lo inverosímil. Es lo que tiene:“cuando uno dice la verdad, parece como si mintiera”. Pero, en cualquier caso, lo mismo da que sea cierto o no. Ni la literatura ni las historietas de los borrachos están hechas para ser creídas.