Un gato. Un niño. Una carretera. Un cementerio indio. Stephen King cuenta que esta es, de las 61 que ha escrito, la novela que más miedo le genera. De hecho, tuvo Cementerio de animales terminada y guardada en un cajón tres años, puesto que la consideraba demasiado perturbadora. Y eso, eso es mucho decir para alguien que lleva cosida la etiqueta de “rey del terror”. Aun así, la novela fue un tremendo éxito cuando se publicó en 1983 y suele aparecer entre las más destacadas por la crítica, junto a El resplandor, Salem’s Lot, Apocalipsis o Misery.
Como siempre pasa con el popular escritor de Maine, Cementerio de animales conserva el don para agarrar al espectador por el pescuezo de la intriga. Las semillas de lo inquietante se van esparciendo por el relato desde que el médico Louis Creed se instala con su familia en una preciosa casita en una pequeña ciudad universitaria. King sabe generar tensión remarcando los silencios y las miradas durante las cervezas que Louis comparte con su vecino, el viejo Jud Crandall, o anticipar el desastre describiendo la velocidad con la que los camiones cruzan la carretera. Pero, sobre todo, el elemento que marca la tétrica diferencia en la historia es un gato: Church.
Y ahí es donde la novela entronca con su faceta más insana, la del progresivo extrañamiento de lo doméstico. Porque Cementerio de animales no es tanto una historia de sustos como el retrato de una obsesión. La excusa sobrenatural permite a King indagar en temas tan universalmente dolorosos como el duelo y la pérdida. Ese machacarte pensando que las cosas podrían haber ocurrido de otra manera, ese culparte por no haber llegado a tiempo para evitar la desgracia. Y, sobre todo, esa ofuscación para intentar burlar al destino pensando que el universo no te pasará la factura con intereses.
Explicaba Sigmund Freud que lo siniestro surge cuando algo que nos resulta familiar, cercano, va adoptando visos extraños y abominables. La mayor potencia de la absorbente Cementerio de animales radica en esa transformación, acelerada en un último tercio que quita el hipo. Al terminar el libro, el lector, abrumado, recordará una pesadilla, un maullido, un escalpelo y mucha de la viscosa imaginería desplegada por Stephen King. Pero sobre la peripecia narrativa quedará una congoja espesa y demoledora: la de la sempiterna derrota ante la muerte.