A la vera del Rin, en un pequeño jardincito junto a la iglesia de St. Alban, en la ciudad de Basilea, una modesta placa recuerda en cuatro idiomas la frase capital de Sebastian Castellio: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre». Su mensaje no luce en los palacios ni las vías principales; hay que pasar expresamente por este recoleto lugar para encontrar el justo homenaje a Castellio, que murió en esta localidad suiza en 1563 tras apartarse de aquella Ginebra irrespirable gobernada con mano de hierro por Juan Calvino.
El ensayo de Stefan Zweig Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia, publicado en 1936, casi 400 años después de aquellos hechos, es el más hermoso homenaje (más esplendoroso que cualquier monumento) a la figura de un hombre mayoritariamente desconocido que no conquistó tierras, no forjó imperios, no batió plusmarcas, no escribió El Quijote, sólo «luchó contra la dictadura de Calvino» y «en general, contra el principio de toda dictadura del espíritu» y lo hizo con la conciencia, la palabra y asumiendo la esterilidad de su lucha y su enorme soledad.
Desde Basilea, Sebastian Castellio se rebeló contra Calvino, dictador político y moral de Ginebra tras hacer valer la Reforma, cuando éste quemó al científico y teólogo español Miguel Servet en la hoguera en 1553. El humanista de origen francés atacó los cimientos del calvinismo con De haereticis an sint persequendi, una obra que contiene la frase que nos lo representa como un auténtico paladín de la libertad y la tolerancia: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un ser humano; no se hace profesión de fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar por ella».
El austríaco Stefan Zweig, maestro de un tipo ensayismo diríamos que apasionado, retomó sus palabras, su desigual lucha (el propio Castellio se veía ante Calvino como «el mosquito contra el elefante»), en un libro que, más que una biografía o un ensayo, es todo un manifiesto y un credo personal. Lo escribió en 1936, el mismo año en que los nazis prohibieron sus libros. Y en su ardiente defensa del humanista late su propia angustia ante la era de intolerancia extrema a la que se abocaba Europa. «Hasta la más legítima de las verdades, si es impuesta a otros por medio de la violencia, se convierte en un pecado contra el espíritu», advierte Zweig.
El escritor traza la semblanza de los tres protagonistas de esta historia (Calvino, Servet y Castellio) y el enfrentamiento de los dos suizos a cuenta de la muerte del español. Particularmente conmovedor es pensar en el combate absolutamente gratuito y hasta baldío, diría alguien, del humanista, que nada ganaba más allá de expresar su libertad de conciencia frente a una maquinaria totalitaria como la del calvinismo en Ginebra, que respondió arriconándolo y abriéndole un proceso judicial por herejía. Pero desde el inicio del libro recuerda Zweig que «ningún esfuerzo emprendido con verdadera convicción puede ser calificado de estéril. Ninguna movilización de fuerzas morales se pierde del todo en el universo».
Resulta interesante, con este libro en la mano, alertar también de los peligros del reformismo y el purismo. La Reforma, encabezada por Lutero y adaptada por Calvino en Suiza, venía a corregir los males endémicos de la Iglesia de Roma. Una supuesta vuelta a los orígenes con la libertad de interpretación como bandera que, paradójicamente, desató una orgía de represión. Zweig previene contra los iluminados de todo tiempo (Savonorolas y Calvinos) en cuyo supuesto mensaje redentor anida una llama totalitaria. Nada debe esperarse del fanatismo y el mesianismo si estos anegan la libre conciencia, la primacía del individuo y de la vida humana frente a las fuerzas masivas. «Todos estos conquistadores –señala Zweig- caen en la tentación de transformar la mayoría en totalidad».
Como decimos, no es éste un ensayo al uso sino todo un manifiesto, un libro de cabecera para quienes estiman, por encima de las ideas, a los hombres; sobre la masa, el individuo; el ser humano capaz de plantarse ante la más justa de las causas si éstas implican amordazar, silenciar, quemar, anular y destruir la dignidad de otro.