A comienzos de 1903, Franz Xaver Kappus, un joven poeta en ciernes, se decide a enviarle a Rainer María Rilke una carta solicitándole su opinión acerca de unos poemas de su autoría, que adjunta a la misiva. Algunas semanas más tarde, llega la respuesta de Rilke. Aquella carta, fechada el 17 de febrero de 1903, es la primera de una correspondencia que se prolongará durante algo más de cinco años. En el transcurso de dicho periodo, Rilke escribirá nueve cartas más en respuesta a otras tantas que le dirige el joven Kappus. El resultado es un epistolario que traza el retrato espiritual de un poeta tan sugerente y profundo como frecuentemente críptico.
Aclaremos para empezar que las Cartas a un joven poeta están lejos de ser una obra de crítica literaria. Lo primero que llama la atención en ellas es el grado de implicación personal que asumió Rilke al cartearse con un desconocido. Por descontado, hablamos de un tiempo en el que hecho de escribir una carta implicaba una disposición de ánimo muy distinta a la que supone en la actualidad responder a, digamos, un correo electrónico. Se diría que el papel y la pluma, en contraste con la inmediatez de los medios tecnológicos de hoy día, imprimían al acto de escribir una demora que acentuaba el cariz reflexivo de la comunicación. Quizá por eso nos imaginamos a Rilke, mientras se enfrentaba a cada uno de los textos que integran este epistolario, imbuido de un hondo sentido de la trascendencia acerca de las reflexiones que iba vertiendo sobre el papel, consciente de la responsabilidad y el riesgo que asumía al poner su sentir más íntimo en manos de alguien a quien sólo se debía de saber unido por un vínculo precario.
Aunque quizá ese vínculo no fuera tan precario. Puede que Rilke acertara a entrever en las cartas que ese joven poeta le había dirigido, en la confesión de sus dudas y sus temores iniciáticos, una imagen de sí mismo y de su juventud definitivamente ida. Es posible que en Kappus vislumbrara Rilke la ingenuidad y el extravío propios de esa edad en la que todo está por decidirse, y en la que sobreviven vestigios de una pureza que la vida no ha manchado todavía irremediablemente. De ser así, es más que probable que asumiera como un deber moral dar lo mejor de sí, de su sensibilidad y su sabia capacidad para la reflexión, en cada una de las cartas que hacía llegar a Kappus, las cuales, y pese a abarcar más de un lustro, mantienen una unidad de tono y estilo que sólo se puede calificar de asombrosa.
Desde mi punto de vista, es la voz de Rilke—una voz que habla casi en susurros, que no dogmatiza ni pontifica, sino que sugiere, propone, invita—lo que impregna estas Cartas a un joven poeta de su sustancia primordial. En pleno dominio de esa voz única, Rilke desciende a lo más escondido de su sensibilidad para sacar a la luz pasajes de una clarividencia deslumbrante. Su aprecio por la soledad como fuente de toda creatividad y de toda forma de conocimiento es constante: «Y es que en realidad, sobre todo ante las cosas más hondas y más importantes, nos hallamos en medio de una soledad sin nombre». Y más adelante: «Ame su soledad y soporte el sufrimiento que le causa, profiriendo su queja con acentos armoniosos».
A lo que aspira Rilke es a mirar el mundo con ojos renovados, como hace la verdadera poesía, a través de un proceso en el que la introspección y la creación van de la mano, y donde el tiempo resulta ser una magnitud muy distinta a la que estamos acostumbrados a manejar en nuestra vida cotidiana. Véanse, si no, las siguientes líneas:
«Ahí no cabe medir por el tiempo. Un año no tiene valor y diez años nada son. Ser artista es: no calcular, no contar, sino madurar como el árbol que no apremia su savia, mas permanece tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras ella tal vez nunca pueda llegar otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quiene sepan tener paciencia, y vivir con ánimo tan tranquilo, sereno, anchuroso, como si ante ellos se extendiera la eternidad. Esto lo aprendo yo cada día. Lo aprendo entre sufrimientos, a los que, por ello, quedo agradecido. ¡La paciencia lo es todo!»
Fragmentos como el anterior hacen de las Cartas a un joven poeta un tratado, tan breve como completo, sobre los asuntos que determinan la calidad del alma de cada persona. La visión que Rilke proyecta sobre temas como la soledad, la naturaleza, el amor, el misterio de las cosas sencillas o la infancia son los propios de un espíritu que ha alcanzado un extraordinario nivel de penetración en lo que concierne a esas realidades esenciales. Así se sustancia un libro que, al formular en palabras certeras verdades de muy difícil enunciación, logra vencer el paso de los años y elevar un latido de continuidad, tenue y conmovedor, por encima del clamor inmisericorde del tiempo.