Roald Dahl ha sido uno de esos escritores que fue justo lo que estaba llamado a ser. Parece que se hizo de golpe, y por eso hay algo pentecostal en su estilo. No tanteó, no balbució; se diría que el estilo le cayó encima abriéndole la cabeza y desparramando por el mundo todas esas historias que sólo él podría haber escrito. Es reconocible desde lejos, como el perfil de ciertas ciudades. Aunque, justo es reconocerlo, parte de esa personalidad le viene dada por las ilustraciones de su inseparable Quentin Blake.
Dicho queda, ahora maticémoslo. Porque en Dahl hubo al menos dos Dahl: el de la literatura infantil o Dahl grande, y el de la literatura adulta o Dahl pequeño. Cuando se dirigía a lectores de 10 años, era Dahl a plena máquina: ahí encontraba su versión más fina, más chispeante, la de mejor trazo; también la más malévola. En cambio, cuando se liberaba de las limitaciones propias de la literatura infantil, cuando podía decir lo que quisiera y como quisiera, emporaba: se volvía con frecuencia rijoso y se dedicaba a hacer trucos de manos; y los trucos de manos, valga la paradoja, sólo impresionan a los niños.
Lo bueno de Boy, el libro que hoy propongo, es que está entre uno y otro, es tal vez un Dahl mediano. Como reza su subtítulo, relatos de la infancia, recorre sus primeros años, lo que ya indica que se dirige a un lector adulto, pues a nadie le interesa la infancia de otro hasta no haber consumido la suya. Sin embargo, la forma se acerca mucho a la de su literatura infantil, a esa dificilísima facilidad de la prosa que caracteriza al Dahl grande.
La obra, decía, cruza el primer cuarto de su vida saltando de anécdota en anécdota como de roca en roca. En su mayor parte, las historias se concentran bien en la idílica Noruega de sus veranos, tostándose sobre las rocas, zambulléndose en las oscuras y quietas aguas de los fiordos; bien en internados ingleses de los que sus nalgas guardan un preciso recuerdo, tanto por los varazos que recibió como por haber ejercido de calienta-retretes para el más friolero de los veteranos, ya que Dahl, por aquel entonces, además del germen de un estilo, contaba con unas posaderas de tibieza a prueba de temporales.
Otro de los placeres que Boy ofrece, especialmente para los familiarizados con la obra del Dahl grande, es reconocer, en algunas de las personas que interfirieron en su vida, la génesis de sus característicos, cretinos, crueles y cochambrosos villanos. Habría que ser un formalista aperreado para no ver, por ejemplo, en la celadora de St. Peter´s el precedente de la señorita Trunchbull, la directora del colegio de Matilda. Aquella celadora de abundante pechuga, que arrancaba las tiritas relamiéndose de placer, tuvo que ser la inspiración de la ciclópea Trunchbull, la mujer rinoceronte, siempre resoplando y en busca de algún niño al que lanzar por los aires como una jabalina.
Como el libro es tan saltarín, tan ligero, cuando te quieres dar cuenta tienes al joven Roald trabajando para la Shell Company y a punto de abotonarse el uniforme de la RAF. Si entonces el lector sigue con apetito, puede pasar a Volando solo, que lo retoma donde Boy lo deja, en el umbral de este oficio, más vituperado que rechazado, de ser hombre.