Esta ópera prima de Carmen Fernández Rey puede que sea la envidia de algunos poetas multipublicados que ahora abominan de sus libros juveniles (como Juan Ramón Jiménez de su Ninfeas, que rastreaba ejemplares para destruirlos).
Este, sin embargo, es un libro que nace maduro y libre de casi todas las fiebres de los autores noveles –epigonismo sin disimulo, afán de llamar la atención, pose de más serio y mayor…– y con una voz que no puede no resultarnos amable y enriquecedora. Por supuesto, tiene sus caídas (¿quién no las tiene?) y maneras que nos gustan menos, pero la imagen general que forma esta colección de versos es de una poeta de gran hondura y sensibilidad.
A LA MANERA DE LI PO
PASEO por un bosque
un paso siempre atrás de mi maestro.
A veces yo me quedo rezagada
mirando el ondulado
vuelo de una pequeña mariposa.
Él me señala
los árboles, las hierbas que conoce
y crecen en la orilla del camino.
Yo voy recolectando
en mi cesta de mimbre cada planta.
Este poema es ejemplo de una ausencia de pretenciosidad que se manifiesta en el lenguaje llano pero también en su final, sin el tatachán al que estamos habituados tantas veces ni la frase aforística, pretendidamente iluminadora que casi siempre le pedimos a un poema. Marca muy bien el tono del libro, que habla con el corazón pero sin infartos, con sangre pero sin hemorragias.
El libro comienza con poemas metapoéticos, a los que no soy muy aficionado, pero consigue que no sean sentenciosos, ni áridos, ni teóricos. Parecen siempre una parte de su propia vida y nos hablan de la relación íntima de la poeta con las palabras y su vocación. Aún así, prefiero aquellos poemas que describen un instante cotidiano, con una mirada entre china y de Wislawa Szymborska, aunque sin la guasita de esta. Su poesía es vecina de la sobria expresión andaluza de un José Mateos o un Raúl Pizarro, por citar a dos contemporáneos; o, yendo más atrás, de lo mejor y menos cursi de Juan Ramón.
Fernández Rey utiliza un recurso que a veces puede llegar a cansar y que en realidad su poesía no necesita. Consiste en el uso creativo de las tabulaciones, metiendo versos para dentro. Esto se puede hacer por elegancia estilística (Víctor Botas lo hacía de maravilla, y también Miguel d’Ors) para empezar una estrofa después del final del anterior verso, pero también se utiliza para ilustrar lo que el propio verso dice. O sin motivo aparente, que es lo que puede uno encontrar infantiloide, juguetón sin porqué:
EN EL CASTILLO DE OZ
SOBRE un lienzo
pintado
pude ver
ese camino que antes no existía.
(...)
Y yo no sé
en qué parte
de mi mente
temblaron los cimientos.
Pueden tener más sentido estas tabulaciones cuando ilustran el sentido de una palabra, aunque también encontramos algunas disposiciones extremas que recuerdan al cómic o a los juegos de las vanguardias y sus girándulas y poemas visuales:
TANTOS recuerdos c
u
e
l
g
a
n
en las paredes de esta vieja casa.
A veces es más moderado y justificado este recurso, por la sugerencia visual:
(En DISCUSIONES):
SOY sólo unos cristales
en el suelo.
Te acercas y te asomas
para ver tu reflejo en
cada
trozo (...)
Esta, aparte de alguna rima feota, parece que involuntaria, es la principal crítica que se puede hacer a Blanco roto; con todo, apenas tiene nada mal escrito o fuera de tono. Podemos elegir ignorar esos detalles tipográficos y centrarnos en lo más logrado del libro, que es casi todo:
NIÑOS
DESDE el balcón escuchas
las voces de los niños.
De repente has sentido
que tú eres una más
pateando el balón.
Pero una nube oscura cruza el cielo.
Ellos salen corriendo
y tú te quedas
.
sola bajo una lluvia en pleno agosto.
Esa nube oscura es todo lo que necesita Fernández Rey para producir su magia poética. Sin hacer un símil, sin decir «esto es como esto», pero todos los que ya no somos niños hemos visto cruzar una nube oscura en el cielo de nuestros años y nos hemos quedado bajo la lluvia.
A veces, sí es el golpe aforístico final el que levanta el poema: «–Cualquier camino es bueno / si me sabe llevar de vuelta a casa».
Aquí y allá encontramos rasgos de perfección formal, de trabajado acento y medida, de verso con músculo y música, lo que –en estos tiempos de versolibrismo por falta de formación– se agradece mucho:
(En LA NARANJA DE HOY): «Y aunque ya no era igual (…) chupé su jugo con las mismas ganas».
Su aparente sencillez pueda hacernos pensar lo contrario en una primera lectura, pero la autora maneja las figuras literarias con soltura y gracia, como en esta personificación de la luz:
Se aferra débilmente a aquella esquina
como si fuera el último
día en que acariciara
la jugosa materia de las cosas:
esta silla, la mesa,
estos pocos enseres
que pensó que eran suyos
mientras los alumbraba.
O el manejo de la comparación, con ambigüedad y sutileza, en este otro poema, que bien podría ser religioso:
LA VELA
QUÉ extraño estar contigo.
Saber que existes
y luego no encontrarte.
Atraparte
en un sueño
y, al despertar,
quedarme
como al que se le apaga
una vela en mitad de la negrura.
.
Ya solo sé de ti porque me quemas.
Aunque no creo que tengan gran peso en su obra, no quiero dejar de mencionar sus poemas más oscuros. En ellos habla de unas inquietantes voces que escucha la poeta, de unos monstruos que la visitan, en un rasgo excepcional de cripticismo. En la presentación pública del libro, me cuentan mis corresponsales, sí habló la autora de esas «voces», pero la labor de la crítica debe ser leer el libro sin más información ni prejuicios. Y haciendo una lectura limpia no puedo más que valorar como residual esta parte del libro. Estos poemas son buenos pero no encajan tanto con el resto. Entiendo que semejantes experiencias de la mente habrán moldeado, de alguna forma, la sensibilidad y el tono de la poeta, que ahora apreciamos, pero esto no es más que conjetura, en el mejor de los casos; obviedad, en el peor.
Blanco roto, en definitiva, es un estreno estupendo en el mundo editorial. Y tiene más de blanco que de roto.