"Antígona" cuenta la historia de un enfrentamiento entre un hombre y una mujer, entre la vejez y la juventud, entre la sociedad y el individuo, entre los humanos y los dioses, entre los vivos y los muertos. A lo largo de los siglos el personaje de Antígona se ha mantenido vivo a la escucha de los conflictos humanos, pero por encima de todo atento a los desmanes del poder y al sacrificio de una figura disidente. Antígona es, así, el símbolo de la resistencia frente al exceso de poder, tanto civil como político y religioso. Siempre en pie ante la intolerancia.
La historia de Antígona precisa de una contextualización previa. Una vez muerto Edipo, sus dos hijos varones, Eteocles y Polinices, se enfrentan por el dominio de Tebas. Eteocles es finalmente el elegido para asumir el gobierno de la ciudad, lo que desencadena la guerra entre los hermanos. En el curso de la misma, ambos perecen, el uno a manos del otro. Creonte, tío de Edipo, queda entonces como sumo gobernante de Tebas y decreta, bajo pena de muerte, la prohibición de dar sepultura al cuerpo de Polinices, que permanecerá abandonado en la llanura donde se ha desarrollado la batalla, privado de recibir honras fúnebres. Es en este punto donde arranca la acción de Antígona.
La virtud fundamental de los clásicos es que nos plantean cuestiones intemporales. Desde el año 442. C. en que parece que se representó por primera vez, Antígona continúa interpelándonos acerca de cuál es la actitud que debe asumir el ciudadano frente a un poder injusto. Antígona, hermana de Polinices, toma la decisión de enfrentarse a Creonte a sabiendas de que su resolución le costará la vida. Considera que se comete una impiedad al privar al cuerpo de su hermano de una sepultura digna, y ése es un ultraje que ella no está dispuesta a tolerar. En su concepción de las cosas, un poder terrenal se ha situado por encima de las leyes de los dioses, contraviniendo preceptos que se localizan más allá de su jurisdicción y alterando el equilibrio entre dos instancias de naturaleza distinta.
¿Debemos, pues, desobedecer las leyes inicuas y arrostrar las consecuencias que ello nos acarree? ¿No deberíamos tomar en consideración también el sufrimiento y el perjuicio que nuestra actitud disidente pueda causar no ya tanto a nosotros mismos como a las personas que nos quieren? La determinación de Antígona no deja un resquicio a la duda: «No sufriré nada tan grave que no me permita morir con honor». O expresado en los términos en que el sacrificio de Antígona hace de ella un símbolo de valor y de perfecta integridad: una vida que, por miedo o conveniencia, decide en algún momento eludir el cumplimiento de un deber moral, es una vida que no merece el calificativo de digna.
La radicalidad de este planteamiento no puede conducir más que a un desenlace. Lo supo bien Tomás Moro, para quien en su enfrentamiento con Enrique VIII no hubo argumento alguno, ni siquiera el amor inmenso que le profesaba a su familia, que se antepusiera al dictado de su conciencia. Lo han sabido todos aquellos que, en el transcurso de la historia, han pagado el precio más alto que se le pueda exigir a alguien por negarse a traicionar sus principios.
Antígona representa el primado de la conciencia, que es una de las más altas herencias que nos ha legado nuestra civilización. El hecho de que, además, sea una mujer la única persona en toda la ciudad capaz de hacer acopio del coraje necesario para enfrentarse al tirano («Éstos también lo ven –le replica ella a Creonte en cierto momento de la obra, denunciando la cobardía de todos los que son testigos de sus abusos-, pero cierran la boca ante ti»), lejos de ser una circunstancia anecdótica, engrandece aún más la dimensión de su gesta.
Por su parte, son varios los personajes que intentan hacerle ver a Creonte las consecuencias fatales que podría depararle su obstinación. Su propio hijo Hemón, que estaba destinado a casarse con Antígona, le advierte: «No existe ciudad que sea de un solo hombre». Pero todo es en vano. La de Creonte es, por tanto, una figura en la que fácilmente identificamos al gobernante -por otra parte siempre tan de actualidad- al que el exceso de poder nubla sus facultades y lo rebaja a la condición de tirano. Su arrepentimiento final, ese súbito despertar a las consecuencias terribles de su hybris (la mayor amenza que veían los griegos para la estabilidad de la polis) únicamente se produce cuando la tragedia se ha consumado más allá de los límites de lo previsible. Se cumple de ese modo, desde el punto de vista del espectador, el propósito catárquico de la tragedia: poner a los hombres frente a la responsabilidad de sus actos y prepararlos para afrontar los embates ineludibles del destino. Y, en el caso concreto de Antígona, se nos invita a extraer una lección adicional que no ha perdido un ápice de su vigencia a pesar de los siglos transcurridos, a saber: que cuando el poder político decide ignorar todo límite, ha llegado el momento en que una sociedad se juega su destino.