Hay escritores de cuya lectura no se sale indemne. Simone Weil es uno de esos casos. Recuerdo que las primeras noticias acerca de su persona y de su obra me llegaron a través de los diarios de Jiménez Lozano. Allí refería el escritor cómo el descubrimiento de Weil, cuando todavía las traducciones de su obra al español eran precarias o directamente inexistentes, le habían producido una conmoción intelectual cuyas secuelas perdurarían de por vida.
Hoy la obra de Weil dispone en nuestro idioma de excelentes ediciones y desaprovechar la oportunidad de acercarse hasta ella equivale a renunciar a la aventura de adentrarse en una figura fascinante. Fascinante desde el punto de vista intelectual, pero también desde la perspectiva de una vida que en todo momento buscó fundir en un solo cuerpo el núcleo de su pensamiento con el decurso de su trayectoria biográfica.
Al hilo de esta cuestión, la escritora norteamericana Flannery O’Connor dijo de ella que «su vida combina en proporciones casi perfectas elementos trágicos y cómicos». Nacida en el seno de una familia de judíos acomodados, fue educada junto a su hermano en un completo agnosticismo, lo que no impidió que desde muy pronto su pensamiento se viera atraído por las más hondas preocupaciones religiosas. Al mismo tiempo, una acuciante necesidad de solidarizarse con las clases más desfavorecidas de su época le lleva a militar en organizaciones de izquierdas y a trabajar, por breve espacio de tiempo debido a lo precario de su salud, en varias fábricas.
Más tarde, durante la Guerra Civil, llega a España para incorporarse a la Columna Durruti, pero al poco un accidente provocado por el vuelco de una sartén con aceite hirviendo le causa quemaduras que fuerzan su evacuación. Las fotografías de ese periodo muestran a una muchacha con aire de pájaro, muy miope, dueña de un físico extremadamente frágil, lo que contrasta con la exigencia de las pruebas que se imponía a sí misma. Este detalle es revelador de uno de los rasgos esenciales de su personalidad, como fue su obsesión por someterse a las mismas privaciones y sufrimientos de esos “seres de desdicha” que constituyeron la inspiración constante de sus escritos.
Su pensamiento es de una radicalidad asombrosa. Sus frases, con frecuencia breves y cortantes, parecen revestirse de una dureza punzante que las lleva a penetrar en lo más hondo de las cuestiones que abordan. No hay un solo instante en la lectura de sus textos en que nuestra atención se pueda permitir un desfallecimiento. Al modo de los Pensamientos de Pascal, todo es significativo en su escritura, todo nos transmite la idea de un espíritu sometido a una tensión intelectual casi insoportable.
Este desgaste de una vida siempre al límite de sus fuerzas, tanto físicas como mentales, encontró el desenlace para el que parecía destinado en una muerte anticipada. Refugiada en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, le manifiesta al propio De Gaulle su deseo de ser lanzada en paracaídas sobre la Francia ocupada al objeto de unirse a la resistencia. De Gaulle la toma por loca y la destina a tareas burocráticas. Weil inicia entonces un severo régimen de comidas de acuerdo al cual se abstiene de ingerir más alimento del que podían permitirse consumir los habitantes de los territorios ocupados. De ese modo, el curso de su enfermedad, una tuberculosis recién diagnosticada, se acelera y acaba con su muerte en 24 de agosto de 1943. Tenía 34 años.
Atrás deja una obra escrita al margen de cualquier sistema o escuela. En ocasiones fragmentaria y en ocasiones algo más discursiva, en el centro de las páginas que la integran está la búsqueda de Dios a través del descendimiento hasta ese punto de abandono de uno mismo en que la oscuridad es prácticamente completa. En la raíz de semejante experiencia hay un indudable componente místico: «Es en la desdicha misma donde resplandece la misericordia de Dios, en lo más hondo de ella, en el centro de su amargura inconsolable». Junto a ese deseo casi obsesivo de adentrarse en el flanco del dolor, y que podría llevarnos a pensar en la presencia de algún desequilibrio, Weil manifiesta una fe absoluta en que, en última instancia, la hondura del misterio actúa a favor de la persona que no se deja ganar por la desesperación. Así escribe: «Quienes perseveran en el amor oyen esta nota en el fondo de la degradación a que les ha llevado la desdicha. A partir de ese momento ya no pueden tener ninguna duda».
Seducida por el catolicismo, no dio sin embargo el último paso para integrarse en la Iglesia. En las páginas de A la espera de Dios, seguramente el libro a través del cual se accede de manera menos problemática a lo sustancial de su pensamiento, se levanta acta de esta relación en la que con frecuencia sale a relucir la faceta más heterodoxa de la autora. Se trata de una obra compuesta de cartas y breves ensayos a través de los cuales queda delimitado el contorno de una personalidad, por lo demás, difícilmente aprehensible. Pero, por otra parte, ¿qué eso de la personalidad? Como ella misma escribió en su comentario al Padrenuestro: «El perdón de las deudas es la renuncia a la propia personalidad, a todo lo que llamo yo, sin excepción; es saber que en lo que llamo yo hay nada, ningún elemento psicológico que las circunstancias exteriores no puedan hacer desaparecer; es aceptar eso y ser feliz de que así sea».