1984 fue el último libro que escribió Orwell. Aparecido en 1949, planteaba la hipótesis de un mundo sometido a un implacable régimen de control sobre la totalidad de la población que alcanzara hasta últimos recovecos de la conciencia del individuo. Se trataba, si atendemos a la fecha de publicación, de una ficción verosímil, toda vez que en el transcurso del siglo XX el mundo había conocido dos regímenes sostenidos sobre esa pretensión totalitaria. En 1949, uno de ellos, la Unión Soviética de Stalin, todavía gozaba de buena salud y había logrado situar a gran parte de la Europa oriental bajo la bota de su tiranía.
Anteriormente, Orwell ya había conseguido una considerable repercusión literaria con la publicación de Rebelión en la granja. Allí, el enfrentamiento entre los dos personajes principales, Napoleón y Bola de Nieve, respectivos trasuntos de Stalin y Trotski, servía para ilustrar la criminal mentira de un sistema que utilizaba la retórica revolucionaria de la liberación proletaria y el anhelo de justicia universal para crear un orden de castas todavía más arbitrario y brutal que aquel al que supuestamente venía a sustituir.
1984 asume un desafío mayor. Concebido y escrito de acuerdo a la premisa de “fusionar en un todo la intención política y artística”, proyecta una visión extremadamente sombría del futuro a partir de la peripecia de su protagonista, Winston Smith, un gris funcionario del Partido encargado de reescribir la historia para ponerla al servicio de los intereses del poder.
Al personaje las cosas no le van mal, pero hay un problema: es incapaz de silenciar su conciencia. La maquinaria gubernamental encargada del masivo lavado de cerebro y de la anulación de la personalidad de los individuos sometidos a su control no ha llegado a extirpar de Winston la recalcitrante costumbre de hacerse preguntas. Pronto no se conformará con plantearse dudas, sino que sentirá la necesidad de llegar más lejos. Empezará a mirar a su alrededor en busca de alguien con quien compartir ese atisbo de disidencia que no cesa de acuciarle en su interior. No es un temerario, conoce el funcionamiento del sistema, pues no en vano es uno de sus engranajes. Y aun siendo consciente del peligro, decide seguir adelante, impulsado por una inercia casi fatalista, incapaz de guardarse sólo para sí toda el asco y la indignación que siente, aferrado a la creencia de que todavía existe un reducto donde permanecer a salvo: “Podían averiguar hasta el último detalle de lo que habías hecho, dicho o pensado; pero el interior de tu corazón, cuyo funcionamiento era un misterio incluso para ti, seguía siendo inexpugnable”.
Todo en 1984 es opresivo, lóbrego, ceniciento. La sociedad imaginada por Orwell no es sino el resultado lógico de la despersonalización radical del ser humano, de su reducción a pieza de una estructura a la que está destinada a servir y que puede reemplazarse por otra en caso de peligro o avería. El miedo, omnipresente, mantiene todo este conglomerado en marcha. Miedo a los enemigos imaginarios, interiores y exteriores, que el Gran Hermano fomenta a través de los medios que el monopolio de la tecnología pone a su alcance. Pero junto al miedo, hay una incesante labor de propaganda que manipula la realidad y la rehace a diario en forma de mentira. Porque, en esencia, 1984 es la descripción de un mundo edificado sobre la mentira a una escala gigantesca. Cada vez que este fenómeno acontece en la historia reciente le damos el nombre de totalitarismo. Y, sin embargo, aquello por lo que la novela nos sigue impactando al cabo de tantos años de su publicación es porque su cariz de denuncia no se limita a los regímenes despóticos que se extendieron por Europa a lo largo del siglo XX. Lo que impresiona de 1984 es comprobar cómo la visión distópica de su autor alcanza a iluminar también una extensa parcela de la deriva homogeneizadora que afecta a las llamadas democracias liberales de nuestro tiempo.
En ese sentido, constituyen hallazgos geniales todas las referencias a la importancia que en la configuración de un nuevo orden está llamado a tener el lenguaje. La “nuevalengua”, el “doblepiensa”, la “mutabilidad del pasado” son conceptos que, en nuestra realidad de cada día, se actualizan de manera constante. Lo que se busca hoy, sin necesidad de recurrir a la coacción física que sí está presente en 1984, es el modo de imponer desde el poder –político y económico- una visión del mundo que se convierta en hegemónica e incontestable, y que deje fuera de la esfera pública, reducidos a la condición de apestados sociales, a quienen osen discrepar de ella.
Como se deduce fácilmente, se trata de un nuevo intento de que el miedo prevalezca. 1984 nos habla de una tiranía inhumana que, de momento, no parece haberse cumplido en sus perfiles más tenebrosos. Y, sin embargo, su advertencia acerca de los peligros que acechan a la libertad de los hombres sigue más vigente que nunca. A fin de cuentas, y como asevera el narrador, si “La libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro” y que “Admitido eso, se deduce todo lo demás”, ¿estamos nosotros ahora mismo en disposición de aseverar, sin correr por ello el riesgo de ser difamados y excluidos del marco cívico que nos es propio, una verdad tan elemental?