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A primera hora de la mañana, coincido entrando en el IES con una chica de 1º o, como mucho, de 2º de ESO que lleva una falda de flamenco clásico. Aunque no es mi alumna ni la conozco de nada, yo, siempre criptocarca, le alabo: «Qué guapa estás con esa falda tan larga. Qué bien sientan las faldas largas». Sonriente y rápida me reponde: «También hay que saber llevarlas».
Qué finura.
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Para el examen, pasó algo interesante. Con mi despiste, no tenía claro qué les había explicado. Me engañaron los alumnos y se quitaron de un plumazo un tercio de lo que yo tenía que haberles preguntado. Por supuesto, me lo merezco. Yo no tendría que andar en Babia. Tengo que explicarles esto. Advirtiéndoles que no me enfado, porque la lección es para mí, y yo prefiero aprender a enseñar. Pero que son ellos los que no se merecían su propia mentira. Han de ser más socráticos. Exactamente esto implica la nobleza de espíritu. Que obliga. La lección para mí (una) y para ellos (otra) justo antes de salir a por el premio por el libro ad hoc.
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El tren para Madrid pasa por debajo del castillo de Almodóvar, de gratos recuerdos infantiles, cuando la Obra organizaba allí convivencias y se jugaba al fútbol en el patio de armas. Es la viva imagen de los castillos en el aire.
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Yendo a recibir el premio por la hidalguía de espíritu, me encuentro con un amigo elegantísimo. Me parece un buen augurio. Nos tomamos un café pero no le confieso su inesperada condición de símbolo.
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Otro todavía mayor. Había perdido, hacía dos semanas, mi cadena del escapulario. Tenía además un relicario que había sido de mi abuelo y que después había llevado mi madre. Como aquí no vengo a llorar, no conté la tristeza profundísima que me ocasionó la pérdida. La reliquia es valiosísima, pero también la historia familiar. Y tiene una coronita de laurel que veía como presagio de la poesía en el tono más dantesco posible. Ya en el tren me llaman. ¡Ha aparecido! Y todavía más símbolo, si cabe. Como mi padre y mi hijo vienen a Madrid a la entrega, mi hijo me lo puede traer, para que reciba el premio con el relicario en el pecho.
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En el restaurante, hacemos cola en el baño mi hijo y yo con otros clientes. Mi hijo observa con seriedad y en alta voz que las iniciales H y M son confusas. «¿No podrían leerse como «Hembra» y «Macho»»»?» Los finos capitalinos miran al pequeño provinciano con ojos desorbitados.
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Se me había olvidado contar que al poner el pie en Madrid, escribí un mensaje a mi padre, que venía en el tren de detrás: «Aquí hace un frío que pela». Mi padre respondió, alborozado: «¡Oloroso a la vista!»
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Paso a saludar a Disenso. La amabilísima secretaria me indica una dirección: «En el pasillo, la primera puerta a la derecha». Es la primera puerta a la izquierda, pero se comprende —y celebra— que esa palabra sea tabú.
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Qué alegría de encuentros y felicitaciones mutuas. Y de premio.
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Enrique, Enrique y Enrique.
Fue extraordinario ir acompañado por mi padre y por mi hijo. Si de hidalguía hablamos, he ahí mis poderes: ser hijo de alguien. Pero eso es sólo la mitad: hidalguía pide padralguía.
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Con tanto correr de aquí para allá, no vi nada del debate de investidura. Me temo que también fue un símbolo.
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En Atocha, me encuentro con un antiguo compañero. No guardaba buen recuerdo de él por razones fundadas. Sin embargo, me saludó con enorme cariño. Recordé el redentor aforismo de Emilio Gavilanes: «Aún estás a tiempo de ser feliz aquellos años». Podemos retomar una amistad que nunca fue, solera sobrevenida.
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En el tren, me doy de bruces con un conocido titulado, y tampoco tengo tantos. Tampoco le digo nada del simbolismo que rodea al día de hoy. Ahora bien, si imputa toda mi alegría al nudo hecho del encuentro, se dirá extrañado: «¡Cuánto me quiere este hombre!»
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Mi padre, ochenta años, las doce y media de la noche, se empeña en conducir él desde Sevilla hasta el Puerto. Me ve bastante cansado. Otra alegría.