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El otro día di una charla y lo más impresionante fue la presentación, aunque espero que los presentes no se diesen cuenta. Lo normal en esos casos es tirar de unas palabras amables y de una información más o menos general sacada de Wikipedia o de la solapa de algún libro. Que no parezca que le quito importancia al momento. Una presentación desganada contagia a los asistentes, y lo sé porque lo he vivido. Pero lo curioso de ésta no fueron las ganas, que las tuvo, sino el contenido.
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Mi presentador, para el acto, había conseguido el contacto con Leonor, mi mujer, y le había hecho un sinfín de preguntas sobre mí. Yo jamás le pregunto sobre cómo me ve, qué cree que creo, que le gusta que me guste ni que le divierte que me divierta. A 600 kilómetros, de la forma más inesperada, me estaba viendo reflejado en los ojos de mi mujer y había un aire de extrañamiento, como cuando te sorprendes reflejado en un espejo de la calle o en un escaparate. Era yo, sin duda, pero visto por de refilón inesperadamente.
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Leonor se acordaba de la capa española que me ponía provocativamente cuando joven, de que he dejado el golf porque me obsesionaba demasiado, que mi coche es muy viejo y mi vespa aún más, del pan y el vino, etc. Me empecé a angustiar con los olvidos. Con un presentador corriente, comprendemos los vacíos: o no venía en Wikipedia o no le daba tiempo. En este caso, me asustaban los ángulos ciegos tanto como las cosas enfocadas.
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Al final me dio la presentación escrita y la he leído dos veces, con sorpresa. Como presentación es extraña y excelente. Como retrato que me ha hecho mi mujer es lógica y misteriosa.
