–
No hay nada peor que querer hacerse el listo y que no te salga. Hoy Gonzalo Altozano ha visto a la primera un error en Gracia de Cristo que lo era gatafal, y que se me ha pasado –patitas suaves– en todas las correcciones. Contemplando el milagro de la mujer cananea, se me ocurrió un guiño –que en mi cabeza sonaba estupendo– a Jorge Luis Borges. Él, en su poema «Golem» cuela con mucha gracia un gato:
–
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
–
¿No era bonito ver un perrillo en esa escena en la que Jesús habla de un perrillo? Así que procedí a perpetrar mi intertextualidad: puse un perrillo, y abrí este paréntesis pseudoborgiano: «(Ese perro no está en el Evangelio pero, a través del tiempo, lo adivino)». Tan convencido estaba de que el efecto merecía la pena que me permití una excepción a la regla de no añadir cosas que no estuviesen en los Evangelios. Todo bien, hasta que mi subconsciente escribió «gato» en vez de «perro» con una desafortunada fidelidad a Borges.
–
–
Me he pasado la tarde desconsolado, hasta que he recordado aquel perro honorífico oxoniense del poema de Jiménez Lozano:
–
DOCTORADO
Parece que en Oxford, o esto se asegura,
un don poseía un gato, y las leyes de la casa
lo prohibían, aunque no poseer un perro;
así que, considerando la ley un tal amor por el felino,
tras cinco horas de debate académico encendido,
se decidió nombrar Perro Honorario al gato,
y se extendieron acta y título. ¡Dios mío!
Yo querría tener así un doctorado honoris causa
de Mirlo o Cuco, por ejemplo.
¡Poco iba yo a pavonearme!, y Oxford
tendría a un pájaro de cuenta.
–
¿No podríamos nombrar al gato que se me coló perro honoris causa hasta la segunda edición?