Empiezo esta página sentado a la mesa de la corrala. Café solo, tabaco de pipa, el perro corretea bajo la rumorosa cúpula que forman, engarzados, los árboles frutales del vecino y la parra nuestra. Salvando las distancias, intento aquí evocar el entorno de Pla en su casa de Palafrugell, desde esta Sierra de Huelva a punto de entrar en las íntimas variaciones del otoño. Entre castaños y robles, en la tierra húmeda, junto a regatos centelleantes, bajo lluvias copiosas sobre chimeneas que empiezan a levantar su bandera blanca, todo parece llamado a recogerse del desparrame del verano hacia un interior callado con figuras. Cuando leí El Quadern Gris hace veinticinco años —en la fabulosa traducción de Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo—, muchos de los pasajes rurales me resultaban demasiado ajenos.

Un niño de ciudad, de piso, percibía el campo como una remota nostalgia de veraneos de camping, o como el escenario de novelas de aventuras o de Tolkien. O el decorado artístico en que se lamentan Salicio juntamente y Nemoroso. Siempre pensé que el campo era un sitio para ir, y volverse luego. Que la vida, lo que bulle y se mueve y estimula, habita en la ciudad, en las esquinas y los bares llenos de gente, como en las canciones de Sabina. Pasados los años, releo las páginas del joven Pla —aunque muy retocadas y editadas cuando tenía setenta— y veo mucho más; no sólo la precisión inteligente de un adjetivo, lo pintoresco de una conversación con un pagès, lo «simpático» (en el peor sentido) de la descripción de una mula, el elogio de las sardinas en aceite y los caracoles. Decía Pla que su abuelo clasificaba a la gente por la cantidad de caracoles que se comía: «ese es un quinientos caracoles. Yo soy un trescientos caracoles». Ahora entiendo lo que el Pla juvenil supo siempre, por origen: que la vida transcurre al ritmo de las estaciones y las cosechas, y que hay una sabiduría hermética en ese universo agrario, en esos pueblos devastados, en la comarca de la que no salió toda su vida, el Ampurdán, por mucho que su trabajo de corresponsal y articulista lo llevara por medio mundo. Pla se lamentaba de que lo hubieran mandado a estudiar, como se hacía en los pueblos entonces (quienes podían permitírselo), en vez de haber podido ser un payés toda la vida. Es la típica frase que se escribe a medias como boutade, a medias en serio, y que en su dualidad retrata de un modo completo al que la escribe. «Soy un pagès que escribe», dijo también, en evidente oxímoron. Para un recorrido biográfico, recomiendo el episodio de Imprescindibles, de la 2 (https://youtu.be/fT7JVzAYTsw). Y, por supuesto, la entrevista de Soler Serrano en A fondo . Las circunstancias vitales de Pla son muy interesantes, porque retratan también a España y la dolorosa cesura de la guerra civil, su anti-republicanismo, su huida de Madrid, primero al Ampurdán y luego a Marsella. Sus distintas amistades con editores de libros y periódicos, al término de la guerra, su corresponsalía en el extranjero, el rechazo años después por parte de la intelectualidad catalanista, que lo veía como un señor facha y antiguo. Yo hablaré hoy un poco de su prosa y de qué he aprendido de ella.

 

Siempre la claridad

El hecho de que El Quadern Gris se publicara cuando ya era Pla un autor consagrado, y que lo hubiera revisado a fondo antes de publicarlo, nos pone en la duda de su autenticidad como prosa de un muchacho de dieciocho años. ¿Son muchas de sus maneras las originales, o están «aliñadas» para dotar a la expresión de mayor distancia, de mayor gravedad? Al igual que el Claudio Rodríguez de Don de la ebriedad, nos abruma semejante madurez en un chaval tan joven. Cierto es que entonces se crecía más pronto, que no existía casi el concepto de adolescente (o referido sólo a unos pocos años de pubertad), y que con dieciocho se era ya un hombre joven. Pero, aun así, hay en su prosa una distancia mesurada, un tono de cierto escepticismo —rozando el cinismo, pero nunca cayendo en él—, propio de diaristas adultos, de un Ruano o un Jünger. También sucede que son apuntes íntimos, donde se supone que se proyecta, no sólo el yo tal y como es, sino el que uno querría ser. ¿Cuántas veces nos redimimos en nuestra prosa, queriendo colocarnos en la posición frente al mundo que nos gustaría ocupar? Pla comenzó escribiendo de un modo pomposo y alambicado, en sus primeras colaboraciones periodísticas, pero es en su labor de redactor del diario La Publicidad cuando su estilo se vuelve sintético y directo. Su amistad con el poeta y crítico novecentista Alexandre Plana fue decisiva en este viraje; Plana le recomienda que escriba «como quien escribe una carta a la familia». En cierto sentido, muchos escritores tienen que luchar contra sí mismos, mutilarse o limitarse en cierto modo, para que aflore limpia la prosa y  tenga ésta una eficacia artística. Es la paradoja del autor culto: ha de ocultar sus muchos libros, y decantarlos como un licor que deja atrás lo prescindible; negarse a uno mismo, evitando exhibir lecturas y léxico, para que el idioma se despliegue ágil y carnal, vivo ante la mente del lector. «La obligación del escritor es ser inteligible. Pero inteligible para la gente más sencilla», le decía Pla a Soler Serrano. En Coses vistes (1925) inaugura, ya en libro, esta marca de la casa, que será su característica siempre. El periodismo es determinante en esta decantación: en pocas palabras, ha de estar la información presentada de forma clara y comprensible, desde las primeras líneas. Pla es uno de esos escritores en los que la vocación periodística ha construido su estilo, como González-Ruano, como Delibes, como Chesterton. Si se puede escribir «caballo», se escribe «caballo» y no «alazán». Si «árbol», «árbol», mejor que «sicomoro», salvo que sea necesario. No presumir, presentar, hacer que el árbol y el caballo rocen al lector. «Yo he tratado de poner adjetivos detrás de sustantivos, y es la única cosa que he hecho en mi vida. Y por esto fumo, para buscar adjetivos. Yo pongo una puerta, ahora hay que buscar el color de esta puerta, la forma de esta puerta. Buscar el adjetivo exacto, y, si lo encuentro, lo pongo. Raras veces se encuentra el adjetivo, pero, si se encuentra el adjetivo, uno se puede ir a comer a casa. Comer una sopa, una tortilla… Y no envidiar nunca nada a nadie.», dirá en A fondo.

Respeto a la realidad

«Pla dice «hay que partir del principio de respeto a la realidad». La realidad es una escuela de humildad, de modestia, de conocer los propios límites de la condición humana», afirma el Profesor Xavier Pla. «Yo he sido un realista siempre», dice nuestro autor, «creo que la realidad es infinitamente superior a la inteligencia humana, a la imaginación y a todo. Contra la literatura de imaginación, yo siempre he hecho la literatura de observación». Sin embargo, Baltasar Porcel opina que Pla quería ser realista, pero que en realidad era un moralista. Valentí Puig comenta, al respecto: «Es un pensador empírico. Sobre la base de la realidad de la vida, extrae sus conclusiones como Montaigne y otros ensayistas». Es cierto que, al leerle, hay que saber fintar los giros más escépticos, que rozan el humor negro, o más bien seco, y darse cuenta de que esa mirada es a menudo de asombro y agradecimiento por la vida, pero también transformadora, aportando en su modesta expresión de andar por casa (esas descripciones de la comida, o de los pueblos) una visión moral del hombre y su mundo. Una visión liberal, de respeto a la libertad de cada uno, en que se reivindica el campo y las costumbres de los hombres, un pulso conservador sin rasgo alguno de reacción o ideología. Quizá por ello ha sido mal entendido por aquellos que solo saben leer en clave política. Pla mira el paisaje, y a los hombres, con la distancia de quien no los idealiza, de quien conoce sus miserias, pero que tampoco los condena o denigra. En su libro Viaje a pie, de 1949, traza un retrato pormenorizado, no ya del paisaje de su tierra, sino de sus habitantes. En los larguísimos meandros, en los que trata de describir el carácter de los payeses, transcribiendo conversaciones a pie de camino o de masía, se advierte un respeto último —por más que haya cierta aparente mofa a veces— ante la misteriosa forma de ser contradictoria de los campesinos. Aborda la cuestión de los propietarios que se van a la ciudad, y dejan los campos a cargo de empleados que, a su vez, se enriquecen y viven mejor en el campo que los señores que han huido en busca de Ateneos, bachilleratos y pisos con agua corriente. Pero también describe la incapacidad del payés para manejar bien el dinero. Todo ello con el respeto que le impone el insondable misterio de las motivaciones humanas, de sus aparentes —o reales— contradicciones.

Un cuaderno nada gris

Aunque las obras completas de Pla abarquen ochenta tomos, vamos a recomendar hoy tres obras, extractando algún pasaje: El cuaderno gris, Madrid. El advenimiento de la República (que se publicó en 1933), y el citado Viaje a pie. De El cuaderno gris se ha escrito mucho, se ha convertido en un «libro de culto», en esta época de resurgimiento del diarismo y los dietarios. En él cabe de todo, desde la descripción de caracteres, la valoración de una cena tardía en una casa de citas, hasta las divagaciones en la soledad del campo. Ignoro la experiencia de leer el original en catalán, pero la traducción del matrimonio Ridruejo-del Ros es de una belleza admirable. Es, sobre todo, un tratado de adjetivación. No sólo por la inteligencia ágil de la elección de tal o cual adjetivo, sino también por esa gracia más amplia, que se desarrolla en la sintaxis y cuya unidad es la frase. De este libro aprendí la «tríada final» de adjetivos: «Cuando la tertulia del atardecer se disuelve, el pueblo parece triste, abandonado, inexplicable». «Llega un momento, sin embargo, en que se produce entre los enamorados un hecho extraño, arbitrario, impensado». A veces, se llega a los cuatro adjetivos, precedidos tal vez de alguno más: «Arruga es un gran tipo. Parece un árabe —pero no un árabe aceitoso y grasiento, sino musculado, tirante, fuerte, construido». Otras veces, se reduce: «27 de abril — La primavera, tan aérea, tiene sobre el cuerpo un peso insoportable. Es una gravitación física, real». Por supuesto, es un rasgo que no se da todo el tiempo y de manera reiterada, lo que cansaría al oído. Pero establece un equilibrio, un tono, en que los adjetivos van iluminando un poco más, de manera ascendente, el punto fijado de la realidad que se observa. Habría mucho más que decir, por supuesto, del estilo de estas entradas de diario, pero fue la adjetivación la que siempre me pareció portentosa. No es casualidad que el propio Pla se refiriera a su labor de escritor, precisamente, con el ejemplo de colocar adjetivos después de un sustantivo. El giro de sencillez es invisible de puro simple; un escritor culto, amanerado, tiende a colocar los adjetivos antes del sustantivo: «La imponente fachada de la casa, junto al altivo árbol de numerosas hojas», por ejemplo. Se advierte el sabor de lo arcaico, de la hoja disecada en un marco. Sin embargo, Pla coloca al lector delante de «la cosa en sí», y luego la ilumina un poco más con cada adjetivo. Tan simple, y tan eficaz.

El libro Madrid. El advenimiento de la República, publicado en catalán originalmente, es de más difícil análisis, porque en él es fundamental, no sólo lo que narra, sino también lo que calla. Apenas hay opinión, sólo una seca crónica de lo que ve, los rumores que se escuchan, las columnas de humo que se elevan desde conventos en llamas, los desaparecidos en mitad de la madrugada… Aquí se nota la contención del Pla horrorizado por lo que está ocurriendo, queriendo afectar una indiferencia mundana ante el caos y el desorden de aquellos días. Su prosa se comprime más, si cabe. “Perdido en medio del hormiguero, observo cómo el comercio se apresura a destruir y esconder los símbolos monárquicos. Los comerciantes, proveedores de la Real Casa, las tiendas con el escudo real, los hoteles, las fondas, los teatros y los restaurantes que tenían o aspiraban a tener el nombre ligado al régimen caído, hacen desaparecer, con una diligencia admirable, las insignias y los nombres considerados comprometedores. En el Hotel del Príncipe de Asturias, Carrera de San Jerónimo, veo una bandera republicana sobre la palabra “Príncipe” del letrero de la calle. El establecimiento se ha convertido, de forma instantánea, en Hotel de Asturias”.

En Viaje a pie, como hemos ido glosando, está el Pla más relajado, que describe un sembrado, una costumbre de payés, sin caer en la mirada displicente ni en la bobalicona admiración acrítica. Como desde dentro y desde fuera a un tiempo. Sus conversaciones con campesinos, su observación del expolio arquitectónico de las casas solariegas por parte de nuevos ricos —esas ventanas góticas extraídas de un mas para colocarlas en chalés—, sus críticas gastronómicas de fonda y vinazo recio, van fluyendo por un riachuelo de agilidad y frescura. A ratos, uno no sabe si el escritor es liberal-reformista en lo social, o conservador-cavernario, puesto que critica tanto a los nuevos ricos endomingados como al cerril payés que se niega a vender una mula por una peseta menos de lo que tiene en mente, y acaba perdiendo el negocio. Ese zig-zag valorativo, festoneado de anécdotas y descripciones admirables, hace que este libro de viajes sea más una reflexión, una divagación, acerca de su tierra y de sus semejantes. El autor que se retrata a sí mismo cuando retrata a los demás.

Volver a Josep Pla es zambullirse siempre en una prosa vigorizante, con la cantidad justa de ironía y de encanto, de apreciación de la realidad y de crítica. En su obra encontramos siempre una corriente viva de admiración de lo real, pero sin los aparatosos ridículos de los entusiastas. Es un medio virtus del estilo, que sigue alimentado a los lectores y enseñando a los escritores. Es, por derecho propio, uno de los nuestros.