Es una maravilla abrir la famosa novela Fahrenheit 451 y encontrarte con una cita de Juan Ramón Jiménez. Ray Bradbury no era sordo a los llamados de España: en el libro, además, salen don Quijote, claro, y don José Ortega y Gasset, más curiosamente. La cita de JRJ no nos alegra sólo por nuestra españolía a machamartillo. También por amor a sus aforismos, que son espléndidos, y éste, en concreto: «Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado».

Por el otro lado escribe, en efecto, Bradbury, y qué bien lo hace. De este libro se pueden admirar muchas cosas, pero la primera su calidad de escritura. Tiene un gran comienzo: «Era un placer quemar» (porque lo es) y la historia de redención que sigue va al calor de ese fuego inicial. De hecho, hasta el fuego mismo se redime. Al final, «no quemaba, calentaba». Bradbury tiene un don para las imágenes poéticas: las pavesas y chispas como «una nube de luciérnagas», «los libros, que aleteaban como palomas», etc. Muy llamativo es seguir la pista a las serpientes: la gran pitón, los tubos del lavado de estómago, «el tren silbaba como una serpiente, las mangueras… Lo que nos conduce a la cuestión moral, serpenteantemente.

Con sus múltiples serpientes en el supuesto paraíso, es un libro profundamente religioso. Describe la crueldad reinante en esa utopía del futuro, constante: «Es divertido en el campo. Uno atropella conejos, y hasta perros», y personas, gratuitamente. Hay una latente casi innombrada –recibida con indiferencia– epidemia de suicidios y, como si nada, se habla de la docena de abortos de un personaje secundario. No es el único atisbo profético del libro: la fiebre por los ansiolíticos, la incomunicación, la dependencia de las pantallas, el chivo expiatorio, en el centro de la sociedad. ¿Leyó este libro René Girard?

Frente a eso, «Dios, está creciendo dentro de mí», dice Guy Montag, el protagonista, aferrándose a la única esperanza. Sutilmente recupera el nombre de Dios siquiera sea como interjección, cada vez más. Y dice «demonios» en vez de «cáspita» cuando está delante del mal. El protagonismo de la Biblia es omnipresente. «Cuántos ejemplares de la Biblia quedan en este país?», es la pregunta de Montag que le lleva a contactar con su maestro. En cambio, su mujer Mildred le anima a quemar los libros con este chantaje sentimental: «¿Quién es más importante, yo o la Biblia?». Los lirios del campo adquieren un bellísimo protagonismo de estribillo. Montag escoge ser –memorizar– el Eclesiastés y el Apocalipsis. Los hombres libres, digo, libro, declaran orgullosos: «Somos también Mateo, Marcos, Lucas y Juan».

Lógico este atisbo de trascendencia porque Bradbury tiene la honradez de no absolutizar los libros, que ama tanto. «No son libros lo que usted necesita, sino algunas de las cosas que hubo en los libros. Puede encontrarlo en muchas otras cosas: viejos discos de fonógrafo, viejas películas, y viejos amigos; búsquelo en la naturaleza, y en su propio interior». De paso –literalmente, porque los libros son ritos de paso–, es uno de los mejores libros para aprender a leer. Tres cosas exige el maestro Faber: 1) que tengan calidad, esto es, poros, esto es, referencias y conexiones; 2) que tengamos ocio para leerlos, esto es, tiempo (ay) y concentración (ay, ay); y 3) que tengamos libertad para ponerlos por obra. Esto es lo más importante, desde un punto de vista personal.

Fahrenheit 451 tiene poros como ventanas, el tiempo que le dediquemos nos será devuelto con creces y es en sí mismo un aviso encarecido por la atención, que, además atrapa; por último, aquí les muestro algunos de los fragmentos que pretendo hacer vida.