El año pasado tomé la determinación de no empeñarme en ayudar a los niños con la tarea. Yo no tengo ni idea de matemáticas, lengua me parece una pesadilla y cualquier otra cosa me la tengo que estudiar yo para poder explicársela a ellos. Si ese es el único sistema para que aprendan, algo falla –y además van listos–. En lugar de estar posada como un halcón sobre sus hombros mientras hacen los deberes, decidí centrarme en que aprendieran algunas cosas que creo que les harán la vida más entretenida. Del colegio que se ocupen ellos –y sus profesores, claro–.

Entre las cosas que me parece que les ayudarán a disfrutar más de todo en general están la historia (de España, para empezar) y la geografía, porque no se puede aprender historia sin un mapa al lado. Esto es algo que me hubiese venido muy bien tener claro cuando estudiaba, y eso que no me fue del todo mal con la historia, porque me divertía y tuve suerte con los profesores. Pero cada vez que miro un mapa me entran ganas de darme cabezazos contra la pared, porque cuánto más fácil habría sido todo con unas mínimas nociones de geografía. Para empezar, y me temo que más por eliminación que porque me pareciera la bomba, me hice con la Pequeña historia de España (Espasa, 2020), de Manuel Fernández Álvarez, y unos días más tarde con el Atlas Geográfico de España y del Mundo (Vicens Vives, 2020), del Instituto Cartográfico Latino.

La Pequeña historia de España la saco a traición cuando menos se lo esperan y, aunque al principio protestan bastante, luego en realidad lo pasamos bien. Vamos muy poco a poco –no les doy la paliza todos los días y esa inconstancia les salva de la madre perfecta–, de modo que solemos recapitular, y así vamos avanzando muy lentamente. No leemos mucho más de tres páginas cada vez, y en la portadilla del libro hemos hecho una leyenda con los tres colores que usamos para subrayar: verde para los personajes, rosa para las fechas y azul para los sitios. El tono del libro es bastante anticuado, tipo “Queridos amigos, mis pequeños, pequeños amigos”, y sospecho que me molesta más a mí que a ellos, pero como la que lee en alto soy yo, voy editando según me parece. Aunque prefiero esta formalidad algo anticuada a otras moderneces con las que me he topado. Yo diría que hay hueco para un buen libro de historia de España para niños contada de una forma algo menos paternalista, sin caer en el colegueo. Quizá exista, pero si es así, yo no he sido capaz de encontrarlo. Hasta entonces, avanzamos con el de Fernández Álvarez, que está ilustrado por Julius con mucho ojo para las criaturas, porque estos dos se parten de risa con cada viñeta (y dejan de escucharme, de paso).

Ayer me los llevé a comer un helado y, según se relajaron, saqué mi ejemplar del bolso. Debo decir que el libro está bien contado y en orden, lo que no me parece poca cosa. En cuanto descubrí hasta dónde llegaban las lagunas geográficas de mis hijos puse rumbo a casa amenazando con el atlas y así echamos la tarde, en un tira y afloja del que todos salimos más sabios: ellos van aprendiendo que acabamos antes si me siguen la corriente, y yo que hay que saber cuándo parar y dejarlos en paz. Tienen 11 y 12 años, pero todavía disfrutamos juntos estos ratos de lectura en alto, aunque cuando ven la intención pedagógica detrás les cuesta un poco más dejarse engañar. Por suerte ambos son amigos de acomodarse en el sofá en cualquier momento del día, y si el peaje se limita a tener que escuchar a su madre un rato, están dispuestos a pasar por el aro.