El breve libro Cartas a su vecina es dos veces bueno. Primero, por la visión que nos permite atisbar al sesgo, con cierto humor indirecto e involuntario, de la vida privada de Marcel Proust. Y segundo, doblando su apuesta —lo breve si bueno, dos veces breve—, por la deliciosa prosa morosa que se esponja en estas cartas.

 

 

El librito recoge apenas 23, escritas entre 1908 a 1926, o sea, que no era una relación epistolar fluida. El autor de En busca del tiempo perdido las escribió a su vecina Marie Williams, arpista, sensible, enfermiza y hermosa. Su matrimonio con el Dr. Williams, dentista [que rima con arpista, aunque no pegue, pero pague], era el segundo. Habría un tercero, con el pianista Alexandre Brailowski. Y si nos ponemos irresponsablemente románticos [valga la redundancia], un cuarto, con la muerte, porque Marie terminaría suicidándose.

 

 

En el prólogo se habla de que las cartas son una novela trunca. No lo veo: quizá el prestigio de las novelas nos haga imaginarlas en cada volumen, aunque sean truncas. La relación es esporádica, Marie Williams ni siquiera tocó el arpa para Proust. Ganamos todos si llamamos a las cosas por su nombre. Son unas breves cartas… excelentes.

 

El impulso son los desesperados intentos de Marcel Proust por conseguir algo de silencio. Viven ambos en el nº 102 del Boulevard Haussman y, aunque es una zona elegante, o por eso, resulta muy ruidosa. Las obras en la consulta del Dr. Williams empeoran la situación. Proust se queja, alegando su mala salud. No cuenta a su vecina que ha forrado el apartamento de planchas de corcho, supongo que para no amortiguar la lástima. Como Marie Williams también tiene una salud quebradiza encuentra unos oídos atentos. Que también son ojos, porque es una excelente lectora. ¿Qué más puede pedir Proust? Le manda flores y revistas, entre ruego y ruego. Se deja sentir cierta delectación creciente.

 

El estilo es proustiano, naturalmente. Abundan los grandes circunloquios, como los de las cartas, que se echaban, muchas de ellas, al correo, y daban la vuelta a París para volver al piso de arriba. Hay una frase de Proust que cito a diestro y a siniestro: «Sólo la lectura nos da las buenas maneras de la inteligencia». En estas cartas hay muchas buenas maneras entre vecinos y mucha inteligencia entre líneas. La delicadeza en el trato parece de otro tiempo. Proust se ofrece a pagar el incremento de los sueldos que deduce habrá ocasionado el cambio de horarios que él había solicitado y le habían concedido. La cubierta es preciosa y lo refleja. La fachada y a la vez las dos ventanas encendidas, de rojo, como iluminadas gracias a las cartas.

 

Además, como las cartas te meten en la vida cotidiana de Proust, es un acierto editorial poner el plano del piso, además de las fotos de la corresponsal. El apoyo gráfico tiene un efecto envolvente.

 

 

[Sin embargo, yo he querido que la foto principal de este barbero sea de «Carlitos». Es el poni que tuvimos en casa, en el garaje, durante el confinamiento. Se llama así porque en la cuadra es muy revolucionario y planta cara a los caballos más purasangre. En casa se acomodó, como suelen hacer los revolucionarios, a la vida burguesa y regalada. Viene a mi recuerdo porque es el símbolo de otra relación con los vecinos, nada proustiana, pero quizá también delicada. Los nuestros tienen perdices para cazar con reclamo. Las perdices montan un ruido que hubiese hecho enloquecer a Proust y a Marie Williams al unísono. Sin embargo, nosotros jamás protestamos, ni una carta. A cambio, los vecinos tampoco protestaron por «Carlitos», que naturalmente olía no como un revolucionario sino como un equino. Ni una carta. Hablamos menos de rosas y de revistas, pero, de otro modo más ruidoso y también más silencioso a la vez, hay en España una delicadeza (del aguante), más estoica, como pide la tierra.]

 

Disculpen la digresión, pero tiene valor literario, porque las cartas de Proust nos provocan cierta nostalgia de tiempos más delicados y exquisitos. Nos fuerzan a un examen de conciencia.

 

También tienen interés literario, sobre todo por un detalle. Proust confiesa a su vecina que a veces el autor tiene que pasar por ingenuo o iluso, para que el lector sea más inteligente que él o para adecuarse a los ritmos de los desvelamientos de la historia. Se lo reconoce explícitamente: «es el tercero [el tercer volumen de la obra] el que proyecta la luz e ilumina los planos del resto» […] «El manojo de llaves no está en el mismo cuerpo del edificio donde se encuentran las puertas cerradas».

 

Entre delicadezas de trato, consejos domésticos, atisbos literarios e ironías, el barbero ha tenido bastante trabajo:

 

El recuerdo es el orgulloso tesoro de los corazones heridos.

 

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Creo que la cama, si uno no la encuentra demasiado aburrida, ejerce una acción muy sedante sobre los riñones.

 

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Me entristece saber que tampoco usted está bien. A mí me parece normal estar enfermo. Pero la enfermedad debería perdonar al menos a la Juventud, la Belleza y el Talento.

 

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Dado que de noche arreglan el boulevard Haussmann, de día rehacen su apartamento y en los intervalos se dedican a demoler la tienda del 98 bis es probable que cuando esta cuadrilla filarmónica se haya dispersado, el silencio suene en mis oídos tan antinatural que, lamentando la desaparición de los electricistas y la marcha del tapicero, añoraré mi canción de cuna.

 

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Pero no había querido desvelarla en el primer volumen, prefería resignarme a parecer muy banal, con tal de que se pudiera conocer al personaje tal y como se da en la vida, donde las personas se descubren un poco cada vez.

 

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Sufro sólo de pensar que esté usted enferma y encerrada en su casa […] Pero pienso que su compañía es preferible a la de otras personas, y ésta es para usted una razón de apreciar la soledad.

 

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No sé si ha recibido mi libro, se lo mandé en el momento de su aparición (no le reprocho que no me haya escrito, no se encuentra bien y está absolutamente justificado). Pero no sé si la dirección era exacta. [Etc.]

 

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Estoy demasiado contento de tener una lectora como usted para dejar pasar esta oportunidad [De mandarle una revista en la que publica algo.]

 

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Y mañana es domingo, día que normalmente me depara lo contrario del descanso semanal, pero en el patio al que da mi habitación sacuden las alfombras de su apartamento con extrema violencia. ¿Puedo pedir clemencia para mañana?

 

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Llevo ya conmigo en pensamiento tantas muertes asimiladas que cada nueva me provoca un estado de sobresaturación y cristaliza todas mis penas en un bloque irrompible.

 

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[Quiere corresponder a las molestias que se ha tomado su vecina.] No puedo decirle qué íntimo placer me daría usted imponiéndome ciertos cambios en mi manera de hacer las cosas. Su diaria repetición mezclaría su imagen con mi obediencia. «Nada existe más dulce que el imperio» [La cita es de Baudelaire]

 

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El sucesor de su lacayo arma ruido, aunque éste no importa. Pero da luego unos golpecitos. Y esto es de lo más fastidioso.