Después de décadas de complejos proyectos, interminables obras y desfalcos de dimensiones italianas, se acaban de alzar finalmente las compuertas móviles del sistema Mo.S.E., que, a coste escandalosamente alto, impedirá el tan pintoresco como dañoso fenómeno del acqua alta en la laguna de Venecia. Por muchas partes se han oído complacientes suspiros de alegría porque este nuevo Mosè logre otra vez sacar a pie enjuto a su pueblo, al que aún quede en el Ghetto, la histórica judería veneciana, y también a sus herederos en la nueva alianza, que hasta llegaron a edificarle una iglesia en el sestiere de San Marcos, caso insólito de templo católico dedicada al nilótico profeta salvado de las aguas.

Los venecianos, profesionales de la melancolía, valoran positivamente la tranquilidad vital que les traerá este avance tecnológico, pero al tiempo miran con nostalgia las altísimas botas de goma que, siempre junto a la puerta, en compañía del bastón o del paraguas, habrán quedado ya como mero testigo de cuando la basílica de San Marcos espejeaba su doble en la plaza inundada, un recuero, otro más, que morirá cuando a los pocos venecianos que quedan les cierren sus ojos, esos ojos que fueron los últimos en ver tantas cosas bellas e insólitas, porque, si con el moderno sistema de diques el “cuerpo” de Venecia puede haberse salvado de su principal amenaza, no así su “alma”.

De ese “alma” ciudadana de Venecia, que por no ser como la nuestra corre peligro de muerte, se preocupó hace pocos años el profesor Salvatore Settis en Se Venezia muore, ensayo que, como descarnada denuncia agudamente fundada, sacudió entonces al conspicuo mundo cultural italiano, el mismo que ha vuelto a tirar del anaquel su lomo para releerlo durante el pasado confinamiento de primavera, cuando la fantasmal ciudad evocaba una distopía urbanística donde el que sus calles fuesen canales marinos venía a ser lo menos insólito de la veduta. Al albur de esta nueva actualidad Turner acaba de publicar una cuidada edición castellana, traducida con lealtad por Nuria Martínez Deaño.

El profesor Salvatore Settis es uno de esos grandes intelectuales que surgen en Italia de la historia del arte ¡cuántos! para terminar como ensayistas, políticos, escritores, o, como en este caso, siéndolo todo al mismo tiempo. Un claro ejemplo del peso de la disciplina en Italia y, añado por experiencia, de la extraordinaria formación humanista que reciben quienes la cursan sin dolor. En poco más de ciento ochenta páginas, Settis le descubre al lector tantas ciudades europeas que, como Venecia, están a punto de perder la memoria de sí mismas, al tiempo que le previene de complacerse en la jaculatoria de moda: “la belleza salvará al mundo”. El aforismo de Dostoievski no deja de repetirse como una suerte de mantra absolutorio, porque, contemporáneamente, la vida de las más bellas ciudades europeas, es pos de la obtención del más alto rédito turístico, se vacía, deseca y esteriliza.

Al tiempo que las máscaras en Venecia cambiaban de carnavalescas a sanitarias, muchos se felicitaban de que, amarradas las lanchas de gasoil que llevan de acá para allá a los turistas, y también los vaporetti que los mueven más en masa, y cesante el venga a tirar de la cisterna de los baños hoteleros cuyos bajantes desaguan en los canales, hubiesen sido estos reconquistados por la fauna marina. No se puede negar la pintoresca belleza de esa insólita estampa, pero el entusiasmo por esos peces escama. Que se expusiese alegremente, sin pudor, al tiempo que las víctimas diarias se contaban por centenas, da a entender que en ese olvido de sí mismo y de la ciudad que habita, el hombre estuviese ya maduro para un cambio casi religioso –conversión ecológica lo han llamado algunos– que, como todo paganismo, demanda sosegar la furia del ídolo planeta con tremendos sacrificios humanos.

Settis refería ¡Ay las cosas! como una “nueva peste” el dramático hundimiento demográfico de Venecia: 175.000 habitantes en 1951, 53.000, en 2019; en 2000, 1000 muertes frente a sólo 400 nacimientos. Más allá de la ingenuidad aparente que supone pensar que las pestes de hoy no pudieran ser ya como las de antes, lo que yo mismo hubiese suscrito hace sólo unos meses, la clarividencia del profesor en 2014 vuelve a dejarnos basculando entre la incredulidad y el asombro. Y lo hace a lo largo de todo el libro, pero especialmente cuando afirma que “una ciudad sin alma, sólo con piedras, sería un peso muerto, un escenario fúnebre, como si una bomba de neutrones hubiera destruido cualquier forma de vida, dejando sus edificios intactos, a merced de un posible conquistador”.

Ha pasado poco más de un siglo desde que Gustav von Aschenbach llegase por primera vez a Venecia de la mano de Thomas Mann. Buscando la inspiración perdida, el soggiorno del escritor transcurría en medio de una epidemia de cólera que las autoridades de la serenísima trataban de ocultar a toda costa, precisamente por miedo a la huida de los turistas. Así, entre La Muerte en Venecia y Si Venecia Muere, la ciudad más bella del mundo ha visto transitar por sus canales, como una negra góndola funeraria, el argumento de la ya vieja novela y del todavía nuevo ensayo.