En 2021 se han cumplido los 700 años de la terminación de la Comedia (1321) de Dante. De entre los libros que se han publicado vinculados con este acontecimiento cabe destacar la COMEDIA editada por Acantilado (2018), en su traducción de José María Micó. Dante era un genio –ahora hablaremos de él– y Micó es (información contrastada con informes psiquiátricos y policiales) un auténtico IDI, Italianista Diletante Incorregible, que es lo mejor que se puede ser si uno es traductor de Dante, Ariosto o Tasso…, y además es poeta, delito penal en el que Micó es también recurrente. En fin, todo una maravilla.

 

No puedo decir lo mismo de la portada, que es lo que aquí toca. Las editoriales que cuentan con una estructura fija como Acantilado tienen el inconveniente de cierto encorsetamiento estético aunque con la ventaja de un esquema que casi siempre funciona, donde se mitigan algo los chispazos de talento pero que se garantiza una medianía general de notable calidad. Lo que impresiona de Acantilado, además de la exquisita variedad e interés de sus títulos (gràcies Jaume Valcorba, i també Sandra Ollo), es el alto nivel de sus portadas. ¿Por qué se eligió para la Comedia de Dante esta afectada y triste pintura romántica del italiano Giuseppe Frascheri (1809-1886)?
Para empezar, y sin eliminar con Adobe Photoshop las extremidades del infelice Paolo (el de Francesca. Segundo Círculo del Infierno) que logra que Dante no parezca estar mirando embobado el enorme letrero de la Editorial, aligeraría las letras de la portada hasta el punto de dejar tres simbólicas líneas lo más minimalistas posible. ¿Le hace falta a la Comedia algo más? Eliminaría por tanto todos esos eruditos datos del prologuista, comentarista y traductor, que se dan por sentado que será alguien de prestigio, al que no le convine en absoluto la vanagloria de salir en la portada y que, en el fondo, solo interesan al que es capaz de abrir el libro para para mirarlo.
A su vez, y copiando el modelo de otro libro de la casa, el de Erich Auerbach. Dante, poeta del mundo terrenal (Acantilado, 2008), ¿por qué no poner de nuevo el perfil afilado del posible retrato de Sandro Bottichelli de hacia 1495? En la modernidad de su rostro, en su representación humanista, tal vez sea el que mejor encarne la totalidad del alma de la Comedia.

Dante Alighieri (1265-1321), como todo el mundo sabe, fue un escritor medieval que escribió un particular viaje por el infierno, purgatorio y cielo. Como todas las cumbres del arte y de la literatura, es una obra de una rareza desconcertante, de una apabullante genialidad. Teniendo en cuenta que el llamado Renacimiento era la revalorización de la cultura clásica grecoromana, que suscitó desde el siglo XV una nueva forma de ver el mundo desde un planteamiento antropocentrista de la realidad, no creo que exista autor o un libro que mejor lo representen que la Comedia, que no tiene de divina más que lo fieramente humano que puede llegar a ser.
Narra un viaje interior, en nombre propio (el conocer al artista por el nombre propio, algo que nos suena gracias a Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano o Rafael, ya lo inauguró el Alighieri con casi dos siglos de antelación) y el lengua propia (el dulce estilo nuevo de la Vulgari Eloquentia), haciéndose protagonista absoluto de una travesía (una semana en el más allá) en la que su guía era Virgilio nada menos, el más cristiano de los poetas paganos.
En definitiva, la contradicción (el veneno de la manzana) que latía en el núcleo podrido del Renacimiento entre paganismo y cristianismo lo resolvió con ternura y rigor (Carlyle), con amor y geometría podríamos decir, mejor que el arte contrareformista incluso, aquel ambicioso y delicado poeta medieval florentino. Y encima la historia acaba bien, como el propio título (Dante habla en el Infierno de «la mía comedia») indica a las claras, distanciándose un abismo de la tragedia griega.
Pero el embrujo de la Comedia radica en la sensación de que estamos leyendo un relato verídico. Esta es la clave. Sentimos que lo que nos cuenta Dante pudo no sucederle, sí, pero sin duda él lo sintió como si le hubiera sucedido realmente. Decía Borges aquello de que «Hay que aceptar un concepto ingenuo, y es que estamos leyendo un relato verídico»; «Suspensión de la credibilidad» lo llamó Coleridge. Uno lee el Infierno y está en la Gloria por que, más allá de las teorías aristotélicas («Gozamos el contemplar más detalladamente las imágenes de las cosas que, una vez vistas, nos son dolorosas»), uno siente que la no-esperanza de los condenados es nuestra esperanza; lo mismo pasa en la ascensión sudorosa de cualquier montaña, no siendo una excepción la del Purgatorio. En el Paraíso es el canto del poema más soso para nosotros, pues ha desaparecido el conflicto, el nervio que tensiona el alma humana, pero es seguro el Canto que se saben de memoria los santos y los ángeles.
De ahí que Enrique García-Máiquez animaba a «actualizar» la Comedia. Es algo que hacemos en parte inconscientemente, pero hay que hacer el esfuerzo (gustoso) de modernizar cada pecador para “ver” de nuevo el rostro a cada pecado, para hacernos de ese modo protagonistas también de esta aventura y formar parte de su proceso creativo, hacernos “dantescos”.
Y por eso también propongo la actualización en las portadas, pues al traerlas a nuestro tiempo de alguna forma nos traemos aquellos viejos versos a nuestra mirada, a nuestra sensibilidad, a nuestra vida misma… comprobando con asombro y terror, con placer y esperanza que quizá no eran tan viejos como pensábamos. Cada canto bien merece un libro (de bolsillo, pasta blanda y hoja rugosa); así podemos llevarnos el Infierno a la populosa china, el Purgatorio a las calles de Nueva York, y nuestro Paraíso –como no podía ser de otra manera- a un pueblo de Cádiz.