La vieja Europa. Donde la sensibilidad y la capacidad de asombro dejaron hace ya tiempo de ser el patrón oro de las relaciones personales. No sabríamos señalar el Bretton Woods que acabara con este modus vivendi. Quizá sean varios. Posiblemente, tengamos que remontarnos al nacimiento de las corrientes filosóficas que pusieron cabezas y corazones patas arriba. Y deberíamos añadir las calamidades de todo tipo que han sucedido en los últimos siglos. O puede que la explicación fuera mucho más sencilla. Sea como sea, parece que la ingenuidad y la sencillez cotizan muy a la baja en el mercado en que hemos convertido el continente después de tanta zapatiesta. Algo comprensible, no lo negamos, pero sólo hasta cierto punto. Por ejemplo: compensa, dicen, tomar pronto el cinismo por bandera y volverse todo lo mordaz posible y muy poco impresionable en el día a día. Se trata, añaden, de una simple cuestión de supervivencia. Volvemos a la selva, señores. Mientras unos apuestan por este camino y otros intentamos, mal que bien, abandonarlo, encontramos a no pocos maestros que, por fortuna, actuaron (y actúan) de otro modo. Personas que no quisieron ser ajenas a cuanto de humano nos rodea. Autores que nos hablan de mejores maneras de vivir. Uno de ellos es el húngaro Sándor Márai.

Éljen Magyarország!

No fue éste, desde luego,  el mundo en que se desenvolvió buena parte de su vida. Márai (1900-1989) perteneció a la última generación nacida en el seno del Imperio austrohúngaro. Y hace gala de ello: en su extensa obra, remite continuamente a la Corte vienesa y trata con la reverencia pertinente al emperador, garante paternal de la estabilidad social: “Viena era como una gran familia, el Imperio también (…); y en esta gran familia todo el mundo tenía la sensación secreta de que en medio de los deseos de aventura, las predisposiciones, las pasiones, solamente el emperador era capaz de mantener el orden”. Eso sí, cuando lo nombra, siempre por el título, inmediatamente se corrige: “quería decir el rey de Hungría”. Y es que Márai era todo un patriota. Da la impresión de que se le hacían escasas las páginas que escribió (y suma más de sesenta libros en su haber) para cantar su amor por su tierra. De hecho, uno de los muchos disgustos que sufrió fue la pérdida de vastísimos territorios por parte de Hungría como consecuencia del Tratado de Trianon. Entre ellos se encontraba su ciudad natal, Kassa, que pasó a formar parte de Checoslovaquia y a día de hoy pertenece a Eslovaquia, tomando el nombre de Kosice. Fue un trauma más de los tantos que acumuló nuestro autor y que le convirtieron en una persona melancólica hasta el extremo, y en el sentido literal: se mató de un tiro en la sien en su casa de San Diego, en California, cuando faltaban sólo nueve meses para que cayera el siniestro muro de Berlín.

El comunismo también le había hecho mucho daño. Márai opuso resistencia al intento rojo de controlar cada coma que escribía. Él, periodista de prestigio, que conocía Alemania y Francia casi como su amada Hungría, cuya firma en la portada del periódico bastaba para que se vendieran todos los ejemplares en cuestión de minutos, no iba a plegarse al dictado del voraz Partido Comunista. Y, claro, terminó abandonando el país, deambulando errante por Italia y Estados Unidos hasta afincarse en San Diego. Pero aquello no fue lo peor. Más dolorosa todavía fue la prohibición de su obra en su propia tierra. Sus libros no pudieron editarse en la Hungría comunista hasta 1989 y condenó a Márai al peor de los ostracismos, que es el destierro hasta de la memoria de sus compatriotas. Nadie supo de su existencia, ignorancia extensiva a muchos países europeos, como España, hasta los noventa.

La magnificencia perdida

Lo cierto es que Márai cargaba con mucho sufrimiento. No podía ser de otra forma, porque pasó de todo en los años que vivió. Sin embargo, pensamos, lejos de trasladar ese profundo malestar a sus lectores, no escribió libros oscuros y deprimentes. Y se lo agradecemos; bastante tenía él con su dolor y nosotros con el nuestro. Sí que puso en ellos, en cambio, mucha nostalgia y un punto de melancolía, pero cuidadosamente medidas. Y también le debemos gratitud por ello, vaya si le debemos. Juzguen ustedes: “Viena rebosaba alegría. En las céntricas cervecerías abovedadas y con olor a moho se servía la mejor cerveza del mundo, y con las campanadas del mediodía las calles se llenaban de olor a gulasch, y entonces todo desprendía un sentimiento afable y jovial que colmaba las calles, que colmaba las almas, como si la paz fuera a durar eternamente. Las señoras llevaban manguitos negros de piel, sombreros adornados con plumas, y bajo los copos de nieve, sus naricitas y sus ojitos brillaban escondidos detrás de sus velos. A las cuatro de la tarde se encendían las lámparas de gas en todos los cafés, y se comenzaba a servir el café con nata, ocupando los militares y los funcionarios sus mesas reservadas; las señoras se escondían en el fondo de los carruajes, con el rostro colorado por el frío, y tomaban la dirección del estudio de soltero correspondiente, donde ya ardía una estufa de leña (…). Por momentos, todo el mundo parecía feliz”. Cómo admirar estas magnificentes Viena y Budapest sin añoranza.

Porque, sí, echamos de menos esos días en los que el mundo era bello y parecía feliz. En las obras de Márai nunca faltan los personajes refinados, de noble condición o dueños de un señorío que les eleva al estatus de subyugantes. Ese tipo de hombres y mujeres cultivados, que han refinado su gusto y se contentan con menos de lo que esperaban, sí; pero no se engañan y, cuando sus preferencias están ausentes, no dicen nada, pero lo saben. Y, como lo saben, como se conocen a sí mismos, se conducen con un aplomo que se refleja en los andares, en el habla y en la mirada. Esa gravedad que no está reñida con la simpatía ni tiene por qué ser sinónimo de distancia o de evasiva, pero que necesariamente impone. ¿O acaso no lo hacen las mansiones campestres y sus cacerías, el ejercicio ecuestre diario (por algo los magiares son recordados como peritos jinetes), el despliegue de medios ante una cena, los numerosos criados, las tardes en la ópera, los mejores vinos borgoñones, los retratos familiares y los vestidos de exquisita confección?

Por otro lado, Márai no perdona la vulgarización que nos ha regalado, por decir algo, la modernidad. Aquí es absolutamente implacable y no duda en llamarnos a la masa “basura humana bien planchada que posee cuerpo, nervios y capacidad de habla, pero carece de alma”. Y, por si todavía no han quedado noqueados del todo, aquí tienen un párrafo todavía más duro: “una masa que se halla y se palpa por doquier, en la sala de espera del dentista, en los apartamentos de edificios recién construidos, incluso en la soledad. Son masa, aun cuando están solos (…). Ese brote de impersonalidad que crece exponencialmente emite <<opiniones>> sobre cualquier asunto, carece prácticamente de todo conocimiento real y va buscando una vía de escape, asustado, frívolo, deslumbrante, sin norte ni objetivo… (…). Estas mujeres maquilladas como cadáveres egipcios, estos hombres de mirada dura y malintencionada que lucen trajes de última moda impecablemente cortados como si fueran uniformes de una sociedad secreta, forman el sustrato de esta civilización”. Si siguen vivos, seguimos.

 

Indagador de almas

Sin embargo, si en algo es especialista Sándor Márai, en nuestra opinión, es en describir con precisión apabullante la intimidad de sus personajes. Tanto hombres como mujeres, mayores, pequeños y adolescentes, ricos o pobres, a todos les sabe leer. Márai es capaz de transcribir la voz interior que todos poseemos y cuya acción es tan difícil de explicar, incluso a nosotros mismos. Es necesario un cultivo de uno mismo, y uno muy serio, además, para lograr esa exactitud al ponerle palabras a pensamientos fugaces o a sentimientos que duran lo que un latido.

Quizá Márai lo logre porque trabajó con disciplina admirable su talento natural y porque no era superficial. Es decir, poseía una delicadeza exquisita. Era consciente de que no hay emoción pequeña para el alma, que toda la actividad del corazón es apasionada y que, tarde o temprano, acaba transformándose en acción. A las pruebas nos remitimos: “El último encuentro” o “La mujer justa”, son, en nuestra opinión, los libros donde mejor nos enseña cómo van naciendo odios y amores secretos, gota a gota. Un arañazo tras otro en el alma susceptible acaban generando el resentimiento tan desquiciante que pide sangre. Mirada a mirada, van gestándose romances que ya quisieran Romeo y Julieta, mientras que la ausencia constante de esas mismas miradas acaba matando un matrimonio. Lo asombroso de Márai es que describe y narra estas pulsiones, donde la voz está ausente. Cuántas veces hemos herido a alguien, le hemos pedido perdón y nos lo ha concedido en el más completo silencio, sólo mediante gestos. Y el húngaro es capaz de hallar las palabras concretas, ni de más, ni de menos, para explicarlo.

Por eso, uno se queda profundamente impresionado cuando lee sus libros. Hay quien le achaca demasiada indagación psicológica, rayana casi en la machaconería. Qué más da. A Sándor Márai nadie le puede negar, creemos, el poder (¿o el superpoder?) que ejerce sobre el lenguaje y el dominio total de la naturaleza humana. Pocos se sentirán ajenos a las situaciones que describe en sus novelas. Algunas, como la más aclamada, “El último encuentro”, nos atrevemos a recomendarla incluso a un público adolescente, y por la razón que explicábamos al principio: el escritor húngaro nos ofrece, además de una delicatessen literaria, un mundo todavía inocente. También ajeno, de acuerdo, porque la Hungría que retrata está más cerca de la de Sissi emperatriz que de la actual. Pero no por ello ese ambiente es menos evocador. Márai nos pone nostálgicos de las amistades sinceras, de los sentimientos nobles. De la ingenuidad que tan bien describía Enrique García-Máiquez en esta entrevista en La Iberia, la del criado “entre atenciones, mimos y comodidades”, que “tenderá a confiar en los demás y a vivir despreocupadamente; por el contrario, quien ha sido engañado, quien lo ha pasado mal, suele estar recubierto por una costra de cinismo y de desconfianza”. Por todo esto y por mucho más, les reiteramos: merece la pena, y mucho, conocer al magiar.