Hay dos cabras en un vertedero a las afueras de los Ángeles. Una está comiéndose una lata de película de 35mm. La otra le pregunta qué tal está. “Bah, me gustó más el libro”, contesta.

Tengo claro que es mejor ver primero la adaptación y luego -ya si eso- leer el libro. El libro pocas veces nos decepcionará: es fácil poner a los personajes la cara de los actores que han intervenido en la película. En cambio, es imposible que el actor elegido sea exactamente como imaginabas al personaje mientras leías la novela. 

En mi caso, con El Gatopardo, no solo es imposible que deje de ver al Principote Fabrizio Salina como Burt Lancaster, por la peli de Visconti, sino que imagino al autor, al propio Lampedusa, como el principote. Y por tanto, para mí el escritor tiene la mismísima cara de Burt Lancaster. Qué va: acabo de ver su foto y, aunque tiene mirada interesante, ya quisiera él.

 

 

Cuando pensaba en que Lampedusa murió sin ver El Gatopardo publicado,  siempre imaginé a Burt Lancaster en batín, abriendo cartas de rechazo de editoriales y tomándoselas con resignación aristocrática y un poquito de jerez -copa, barbilla y ceja alzadas. Resulta que no fue así: se dedicó a escribir cartas a sus amigos y familiares para que le echaran una mano con el tema, e insistió en su testamento en que se hiciera lo posible por publicarla: “ello no significa que deba publicarse a expensas de mis herederos; lo consideraría como una gran humillación«. Un buen detalle.

Como siempre se habla de “única novela de Lampedusa”, desconocía hasta hace nada que había escrito también relatos. He preferido no enterarme mucho de qué o cómo son. Solo por la más mínima posibilidad de revivir lo que sentí al leer por primera vez El Gatopardo (en el orden correcto: después de ver la película, y así poder confirmar como la cabra de Hollywood que el libro es muchísimo mejor),  de este mes no pasa que lea “Relatos”, publicado por Anagrama.