No sé si ha sido la intención de Víctor Lapuente, pero su delicioso e interesante Decálogo del buen ciudadano (Península, 2020) bien podría haber sido escrito con el propósito de imitar formal, comercial, estilística y moralmente las 12 reglas para vivir de Jordan B. Peterson, pero desde el centrismo (muy buscado y recalcado) y la moderación (muy amable) de un Paul Collier. La mezcla le ha salido tan redonda (como recoge esta reseña de Vidal Arranz) que lo más probable es que no la haya intentado a sabiendas, sino que sea el producto de una sincera admiración por Peterson (reconocida constantemente en estas páginas) y un talante político más partidario (Nomen omen) de crear puentes que de cavar trincheras.
¿Hay en el título un guiño ese «buen ciudadano» a Cs? Tampoco lo creo, pero también podría ser. Menos dudas me caben de que el libro se inserta en la corriente de recuperación del estoicismo como filosofía para la postmodernidad que llevamos viviendo de un tiempo a esta parte: Cómo ser un estoico de Massimo Pigliucci o Lecciones de estoicismo de John Sellars, son dos éxitos de venta, Marco Aurelio aparte.
El estoicismo le permite afrontar su afán de equidistancia con una impasibilidad elegante: «La derecha ha matado a Dios y la izquierda a la patria, desatando ambas al Narciso que llevamos dentro». Pero el paralelismo de las dos orillas le juega a veces malas pasadas: ¿la izquierda no ha sido beligerantemente antirreligiosa? ¿El capitalismo no ha apostado por la globalización? Y sigue con el juego de las dos orillas: «El patriotismo es la religión de los pueblos secularizados que se mantienen cohesionados». ¿No tienen patriotismo los pueblos religiosos? ¿No resulta peligroso a menudo y, en todo caso exagerado, elevar a «religión» el patriotismo? ¿No juegan mejor ambos conceptos en el ideal, que el propio Lapuente ensalza en otras partes de su libro de «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»?
Lapuente confiesa que guía su ensayo la máxima de Epicuro: «Vana es la palabra del filósofo que no cura ninguna dolencia humana»; y ha escrito su libro sobre todo contra la decadencia moral. Y no ha encontrado mejor remedio que hacer la defensa de una divinidad sin ideología, de un patriotismo sin nacionalismo y de las virtudes clásicas, tanto cardinales como teologales, tirando de las enseñanzas de unos y otros. Si, como parece, no viene a construir un inatacable sistema de pensamiento, sino a echar una mano, el libro es un éxito. Mejor que la receta final, los ingredientes, verdaderamente sabrosos. O sea, el campo ideal para el barbero.
[impactante comienzo] El jueves me diagnosticaron un mieloma múltiple. El domingo nacía mi hijo Antón. Y el lunes empecé a escribir este libro.
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La producción artística contemporánea, desprovista de referencias a lo trascendente (en literatura, en música, pintura o cina, no ha existido una época en la historia con menos menciones a Dios) transita entre la superficialidad liviana y la depresión existencialista, entre la embriaguez del entretenimiento perpetuo y la soledad eterna del espíritu.
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Si rascamos un poco, y contemplamos la ideología de la izquierda contemporánea desde una perspectiva moral, comprobaremos que ha cultivado un individualismo tan o más lacerante que el de la derecha.
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Las tiendas hípster de alimentos y los mercadillos urbanos se han convertido en el equivalente de los templos religiosos para la progresía laica.
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Dios y la patria, dos conceptos que suenan rancios y viejos son las ideas más progresistas de la historia de la humanidad, las lanzas más certeras que hemos diseñado para atacar el corazón de nuestros problemas colectivos: nuestra proclividad a sentirnos superiores a los demás, a endiosarnos.
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La santísima trinidad de los valores modernos —el civismo, el individualismo, y la confianza social— tienen raíces cristianas. [según ha demostrado del economista Jonathan Schulz]
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En realidad, el cristianismo puso en marcha el aparato intelectual que permitió la secularización de la política. […] Las muestras más nítidas de penetración del pensamiento religioso en la política fueron la Revolución francesa (1789) y la rusa (1917)
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De Auschwitz a Bosnia, pasando por Hiroshima y Vietnam, el siglo XX fue testigo del abandono sistematizado de la idea de la inviolabilidad sagrada de la vida humana, de que todos estamos hechos a imagen de Dios.
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La creencia en el progreso ininterrumpido de la humanidad es la fe de la gente que cree que no tiene fe. […] Es el caso del prestigioso divulgador científico Steven Pinker. Como remarca John Gray, Pinker se define como ateo, pero es un creyente tan ardiente en el progreso de la humanidad que se puede definir como uno de los escritores más religiosos de nuestro tiempo.
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Para un número creciente de progresistas en todo el mundo, la política ya no es una búsqueda de soluciones prácticas sino de problemas ideológicos, ocultos detrás de cualquier nimiedad.
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Las personas que en su esfera privada creen más explícitamente en un dios o una patria en su faceta pública son más pragmáticas que las ateas que, para llenar su vacío espiritual, han convertido la política en una religión. Es más fácil, por tanto, que los ateos queden atrapados en ideologías sacras. Porque el sentimiento religioso no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
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Las ideologías políticas son muy convenientes porque externalizan el Mal.
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Asociar la responsabilidad individual a un mensaje despiadado de derechas es uno de los grandes problemas de la izquierda contemporánea.